viernes, 25 de junio de 2010

Sala de espera

La contestadora deja oír su mensaje con un tono de voz con acento indefinible entre argentino y uruguayo: Nuestro horario de trabajo es de 9 a 12m y de 2 a 6 p.m.....No damos cita. Acérquense hasta el edificio... La voz continua con las señas de la dirección y finaliza con un amable: Estamos para servirle.
Al llegar al sitio, sobre la puerta cuelga un letrero que desafía cualquier temor a la inseguridad o delincuencia : Toque el timbre que será atendido.
La orden es cumplida y la puerta se abre dejando ver a una mujer treintona, de buen ver, quien viste unos pantalones por debajo del ombligo que piden a gritos auxilio para no sufrir el riesgo de caerse.
La sala de espera de menos de 15 metros cuadrados, iluminada con luz artificial en plena restricción, tiene seis sillas alineadas frente a un televisor de 19” que invariablemente en estos días transmite un partido de fútbol, ésta vez de Argentina contra Grecia. La única silla disponible hacía tiempo que debía haber visitado a un tapicero: su relleno se sale por los bordes como lenguas de algodón que se burlan de los presentes. En una pared un afiche de Botero muestra una de sus reconocidas gordas, con un cigarrillo en una mano y en la otra recibe de una mano que sale de los bordes del cuadro un fajo de billetes. Ya aquello da una mala espina, al igual que el otro afiche de una supuesta diosa hindú cuyos ojos estrábicos se debaten entre mirar al televisor o a un joven con el pelo ensortijado y lentes a lo Jhon Lennon, que al igual que los otros cuatro, esperan con cierta ansiedad.
No se sabe bien si la ansiedad es por ser atendidos por la vidente o por el resultado del partido que se celebra en el otro confín del mundo.
Dos puertas visibles desde la sala, permanecen cerradas y a través de una de ellas se oye una música de campanitas y voces en polifonía vocal que pretenden dar al ambiente un aire ficticio de meditación. Sobre la mesa de centro, tres figuras dominan la escena: un Buda dorado y sonriente, una bandeja con pétalos de lo que alguna vez fueron rosas y un cartel que subraya por un lado No fumar, y por el otro la propaganda de un taller mecánico.
En casi cuarenta y cinco minutos, (lo que dura el partido en su primer tiempo), nadie es llamado a transitar por el pasillo que conduce al cuarto de consulta. Las revistas que en desorden están a un lado de la silla enferma, no son sino ejemplares caducos de Estampas o Todo en domingo. Nada que leer.
Al fin sale por la retaguardia una mujer con uniforme ministerial que va directo donde la treintona, coloca 50 bolívares en un bol de vidrio y con una media sonrisa le dice Hasta pronto.
—Que pase el próximo anuncia - sin ningún entusiasmo- la dueña de los pantalones equilibristas.
— ¿Cuánto tiempo falta para que me atiendan? — se oye preguntar a una morena adolescente, pero ya embarazada.
—A este paso serán como dos horas. Es que hoy no sabíamos que iba a venir tanta gente.
En vista de que la vidente no pudo prever ese detalle, la futura madre opta por retirarse y yo tras ella. Seguro estaría más interesante lo que ella me podría decir mientras bajáramos los ocho pisos sin ascensor que lo que vería en la sala de espera.

Anillos de amor

Estamos rodeados de cosas que pueden ser utilitarias, de simple adorno, feas o hermosas. Objetos viejos, recién comprados, odiados, que nos dan satisfacción, que nos ayudan. Que se vuelven alegres o nos entristecen. En fin, cualquier adjetivo le puede ser agregado pues de seguro se le adapta a alguno de ellos. Sin embargo, muy pocas de las cosas de nuestro entorno o que llevamos con nosotros tienen implícitas una historia de amor o perduran en el tiempo ligados a hechos que los hacen memorables o imperecederos.
En Enero de 1939 Rodolfo, un maracucho y solterón empedernido, sucumbió a la sonrisa fácil y la alegría contagiosa de Susana y le ofreció en prueba de lo que iba a ser su amor eterno: un anillo de compromiso. Fue hecho con oro proveniente de las minas de El Callao y a ella sólo se lo separaron de su anular, treinta y cinco años después, al momento de su muerte. Fiel a la promesa que le hiciera en la Iglesia de San Juan y que Rodolfo cumplió con verdadera devoción durante todos los años que la sobrevivió, quedó el compañero de ese anillo, luciendo su constancia anudado al recuerdo de la esposa ausente. En 1985 a la muerte de Rodolfo se reencontraron los aros en un estuche azul. Ya el tiempo y su continuado uso habían desvanecido las inscripciones internas de los apelativos cariñosos con el que solían llamarse mis padres y primitivos dueños “Susy y Rody”. Pero sabía que ese mismo tiempo no había podido borrar el legado de un amor que no conoció el olvido.
Ocasionalmente el estuche era abierto y la fantasía volaba en mi imaginación. Quizás los dos aros al estar juntos de nuevo recordaban las fatigas y los momentos de lucha. O por el contrario acunaban a alguno de los cinco hijos de la pareja. Tenerlos en las manos me hacía añorar la llegada de un amor que traspasara el límite del tiempo, que se prolongara por muchos años aunque la pareja se quedara fracturada por la muerte.
En 1990 llegó el momento de liberar a los aros de su encierro dentro del estuche azul. Esta vez las palabras amor y promesa fueron, no dichas como juramento en una Iglesia, sino escritas y firmadas ante los hombres. Han pasado casi 20 años y los aros aunque ahora tienen grabados sobre los desvanecidos nombres dos nuevos “Ileana y Gustavo”, aún me lucen como juncos plantados a la orilla de un río, cuyo caudal me trae el rumor de las palabras de amor que siempre escuché, limpias e inmensas, en boca de mis padres.

El garaje

Entré en penumbras al garaje. A veces los lugares nos revelan sus secretos cuando están a oscuras. Al traspasar la puerta lo primero que uno advierte es el olor a humedad, a pintura vieja, a friso expuesto por el efecto del tiempo y las condiciones del clima, a polvo que se ha instalado sobre las cosas guardadas y se niega a dejar de estar allí. El polvo lo cubre todo, lo ambienta todo. Polvo hecho de esporas de hongos, especialistas en aprovechar el más mínimo contenido de agua en el aire, de pintura descascarada, polvo de cemento a punto de desprenderse de la pared y polvo del tiempo.
Al entrar es inevitable fijar la mirada en la pared del fondo, de unos cinco metros de ancho por tres de alto, allí es donde el friso se está cayendo. Delante de mí, frente a la puerta, hay un armario de madera que no cuadra con el resto de las cosas. Aunque no es nuevo, luce como si lo fuera debido al destello que despide su superficie barnizada y, aunque sus puertas corredizas no lo estén, lucen libres de polvo.
La profundidad completa del garaje, desde la pared al fondo —la que se cae— hasta las puertas de madera es de unos siete metros, pero hay un panel de unos dos metros de alto que divide en dos el espacio. El cuarto de la parte anterior es algo más pequeño que el de la parte posterior. Las puertas del garaje nunca se abren, quizás se abrieron alguna vez cuando los carros de la casa se guardaban allí pero desde que el garaje es usado como área de servicios y depósito esas puertas están cerradas y al garaje se accede desde la casa por una puerta lateral. En el cuarto a la derecha hay una mesa de planchar, dos neveras, algunos estantes. Pero “el garaje” está hacia la izquierda al pasar una puerta en el panel divisorio, de unos sesenta centímetros de ancho.
La luz del mediodía se cuela por las rendijas de las puertas de adelante y permite detallar algunos objetos que reflejan la luz: botellas de vidrio color ámbar usadas para contener productos químicos y botellas de cristal que alguna vez estuvieron llenas de licor; otros objetos destacan debido a su ubicación en la parte de arriba de los estantes que bordean las paredes, la luz los ilumina tenue pero directamente, y algunos objetos destacan por su tamaño como una silla de extensión, la caja del súper Betamax y una colección para aprender a hablar, escuchar y escribir en inglés de forma autodidacta de Selecciones del Reader’s Digest.
Todos estos objetos tienen su historia pero no son los que estoy buscando. Los verdaderos tesoros del garaje no se han dejado ver, al menos en esta oportunidad. La próxima vez habrá que encender la luz.

Ojodepescado sobre mi mesa de cronista



Joaquín Pereira


@kinjote

Se supone que en este ejercicio debería escribir un texto donde presente una visión de 360° de un lugar. He decidido mostrarles esta mesa donde - sobre todo en las noches cuando rindo más- redactaré la historia de una cosa que cayó del cielo y que impresionó a los habitantes de un pueblo del interior ya conmocionados por la intempestiva salida de su párroco, el padre Jhonny Tesare, por supuesta pederastia, aunque no se le comprobó.


Como para ganar ánimo preparo un café mientras hago esta especie de inventario de datos recolectados en varias incursiones de la investigación sobre el tema. El olor no es tan bueno como nuestro aromático Café Madrid pero supera al Fama de América post-expropiación del gobierno. Es un café que traje de Ecuador en abril cuando fui a recibir un premio de fotografía otorgado por el Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer. Una foto que me sirvió para conocer la mitad del mundo y disfrutar ahora de un estupendo café.


Estoy escribiendo en mi laptop Sony Vaio serie FE modelo PCG 7R2L que pude comprar gracias al premio de fotografía que me otorgaron en Ecuador. Es igual a una que tuve hace dos años y que me robaron de un apartamento en la urbanización Santa Mónica, en uno de mis intentos de sobrevivir de forma independiente en la capital de Venezuela. Me gusta que mi computadora se llame FE, palabra que ayuda a caminar cuando el dinero escasea.


La laptop descansa sobre un mantel blanco bordado por mi madre, María da Conceicao De Gouveia Pereira de Camirra, antes de salir de su natal Madeira, isla conocida como la perla del Atlántico y que proporcionó la mayor cantidad de emigrantes portugueses que arribaron a Venezuela, la mayoría con una mano adelante y otra atrás, según refiere Antonio de Abreu Xavier en su libro Con Portugal en la Maleta. Es una historia que conozco desde niño gracias a los relatos de mis tíos de cómo tuvieron que venir antes de cumplir 18 años para no ser enviados a la guerra en Angola, una de las colonias portuguesas en África. Los colores de las figuras bordadas en el mantel aún siguen brillantes pese a los años y el uso: amarillo, rojo, verde, azul…; hay flores, gallos, niños, bailarinas…


Mientras escribo decido conectar a la laptop mi iPod Nano para que se cargue. Me lo gané en una rueda de prensa en la ya extinta Radio Caracas Televisión realizada con motivo al estreno de una telenovela inspirada en la obra de Rómulo Gallegos La Trepadora. Es curioso como siempre cuando escucho música en mi iPod recuerdo a la actriz Norkis Batista, protagonista de la telenovela, que se atrevió a decir que no había leído la novela de Gallegos y que no pretendía hacerlo: aumentar el tamaño de los senos pareciera valer más que mejorar la cultura literaria.


Un libro destaca entre los papeles dispuestos sobre la mesa. Se trata del texto de los años 70 escrito por Yosip Ibrahim titulado Yo visité Ganimedes. Me lo conseguí en un asiento del Metrobus el día que la periodista Zaida Montesinos, directora del semanario Impacto Positivo, me pautara investigar sobre aquel extraño objeto que cayó del cielo. Las hojas del libro están amarillentas y agradezco no sufrir de asma pues el olor que desprende ya habría cerrado mi glotis. Al abrir la portada un mensaje escrito en bolígrafo aún me sorprende: “¡Para ti! Ya me encontraste, ojalá te sea de mucho provecho”.


Una fotocopia se cuela entre el inventario de documentos que apenas inicio. Se trata de una noticia publicada en la página 6, sección información general, del diario Últimas Noticias del domingo 19 de julio de 1998. Su título es “Emergencia en Tucupido por caída de rastreador satelital y torrenciales aguaceros en la región”. Fue redactada por el periodista Ernesto Rodríguez quien me dijo cuando lo entrevisté: “eso quisieron ocultarlo… hubo reses muertas”.


En el antetítulo de la nota se señala “El ojo satelital emana alta radiactividad”, lo que hace que me fije en la libreta de tapa dura negra que también está sobre la mesa y que me ha acompañado durante estos años de pesquisas intermitentes. Busco entre sus páginas las anotaciones de una entrevista que realicé a un experto en satélites de nombre Patrick Morton, ingeniero colaborador de la NASA (Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio de los Estados Unidos de América), que trabajó en telecomunicaciones en pozos petroleros venezolanos hasta el paro del año 2002.


“El equipo que se llevó a Marte si contenía material radioactivo, los satélites que giran en torno a la tierra tienen pilas que contienen hidrazina, que no es radioactiva”, leo las declaraciones de Morton entre mis notas escritas en tinta negra que desmienten al periodista Rodríguez, quien me había confesado que no pudo consultar a ningún experto cuando redactó la nota: todos los periodistas hemos sufrido de la hora del cochino en la que hay que entregar en minutos la nota del día.


Busco hidrazina en Internet, cuya conexión logro gracias a un largo cable amarillo que atraviesa la sala y que incomoda el paso a cualquiera que en mi casa quiera atender el llamado de la puerta. Consigo que es un compuesto químico cuya fórmula es N2H4 y es usado como combustible para misiles, cohetes espaciales y satélites. Leo en la pantalla de mi Sony Vaio FE que la hidrazina es una sustancia altamente tóxica que ataca el sistema nervioso central y en altas dosis puede ser mortal.


Estos datos me hacen buscar entre los papeles que compiten por un espacio en la mesa un DVD en el que se encuentra grabada en video la entrevista a una enfermera que para la fecha del suceso estaba trabajando en el Hospital Pedro del Corral de Tucupido. Lo colocó en el lector de mi laptop y veo extractos de la entrevista. Sí, efectivamente mi memoria no me falló. La enfermera me había comentado que en los días siguientes a la caída del objeto se había presentado un aumento inusitado en el número de pacientes con casos de epilepsia y semanas después un aumento de abortos.


Mientras disfruto de una taza de estupendo café ecuatoriano consulto nuevamente Internet para confirmar que la epilepsia es una enfermedad caracterizada por trastornos neurológicos y que produce convulsiones. Pienso en los satélites, sus pilas, la hidrazina… y adelanto el video de la entrevista de la enfermera hasta que relata como el primer caso que recibió la noche de aquel sábado 18 de junio correspondió a un joven que luego de salir de su crisis convulsiva se empeñaba en contar como vio caer cerca de su casa un objeto muy luminoso.


Busco entre los documentos y encuentro varios emails impresos en los que leo: “una flotilla de inspección en forma de V invertida sobrevolaba la zona… pero los bruscos cambios electromagnéticos en la atmósfera perturbaron los equipos de navegación y la última nave del lado izquierdo cayó”. Los mensajes electrónicos me los suministró una curiosa mujer que estaba convencida de que en Tucupido lo que cayó fue un OVNI (Objeto volador no identificado).


Revuelvo los papeles y consigo la tarjeta de presentación de Martha Rosenthal. Bajo su nombre se lee Centro de Estudios e Investigaciones Planetarias (Ceinpla). Es inevitable recordar a ese indigente que entrevistaron a finales de los 80 para un programa de televisión y cuya frase permanece aún en el imaginario de los venezolanos: “no estoy loco, soy planetario”. Busco en otra carpeta y consigo la entrevista a Rosenthal que me publicaron en febrero de 1999. En la foto que acompaña la nota, tomada por mí, se le ve gesticulando decidida como quien está convencida de lo que dice. A su espalda una gaviota de cerámica parece tomar vuelo.


Guardo los papeles sobre el suceso en Tucupido en una carpeta de plástico transparente, me acabo el café ecuatoriano, salvo en un pendrive el archivo de este texto escrito a lo “ojodepescado” para presentarlo en la noche en la sesión del taller y me dispongo a continuar la lectura del libro Con Portugal en la Maleta apoyado sobre el mantel que trajo mi madre de Madeira mientras escucho en mi iPod -ganado gracias a Norkys Batista- la canción Meu Fado Meu interpretada por Mariza y Miguel Poveda.


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Foto:http://estaticos.20minutos.es/img/2008/07/31/854342.jpg

jueves, 24 de junio de 2010

Viaje en mi sofá volador

La tarde que tuve que cargarlo sobre mis espaldas para bajarlo dos pisos por la escalera hasta la planta baja, supe que estaría conmigo para siempre. Ni siquiera la ayuda del ángel caletero que me asistió en la mudanza pudo convencerme de la alegría de empezar una nueva vida, de que nadie me iba a criticar mis toques cabareteros en la decoración. Era noche de melodrama y nadie me iba a persuadir de lo contrario, sobre todo después de haber armado no sé cuántas cajas, entrar en crisis, y quedarme mirando mi vida sin entender por qué había llegado hasta ahí.

La imagen de mi sofá rojo punzó salvaguardando la puerta del apartamento aquella noche del 11 de abril del 2002 permanece intacta. Mi ex, mientras tanto, andaba por las calles buscando la heroicidad perdida. Aquello me hacía más pesados los dos pisos. El dibujo de mi sofá ahora mío, nada de nuestro, acompañando los domingos de pelea conyugal, mi costra para esconderme y volverme invisible, me hacia brotar lágrimas. Es que un divorcio por muy amistoso que sea, por muy “nos separamos sin trauma”, siempre duele, hace herida hasta que sale costra y más allá de la catarata emocional, creo que entre los peores momentos es ese cuando uno le dice el otro como en la canción de Serenata Guayanesa Devuélveme mi reloj. Mucho antes de comunicar la decisión que me aventaba al vacío, había hecho mi lista y la verdad es que entre los planes de mi ex no estaba quedarse o tan si quiera reclamar mi querido sofá. Entre otras cosas porque venía con el paquete que era yo, y peor aún era un regalo de mi madre cuya intención era contribuir a la decoración del nuevo hogar: un apartamento donde los colchones daban la cara al suelo y prácticamente no había más que cojines para sentarse.

Siempre dudé de la intención maternal de regalar el objeto que mi padre había comprado a un italiano en una tienda de muebles evidentemente italianos, en la calle la Joya de Chacao. Mi madre escogió una tela de algodón, un Jacquard blanco impoluto al que una tía no tenía más placer que estamparle el betún de sus horrendos zapatos ortopédicos.

Ya he perdido la cuenta de cuántas veces se mandó a tapizar en colores discretos y quizá por eso cuando me tocó ser la señora del hogar me dije voy a vengarme del buen gusto y de la discreción familiar y voy a tapizarlo como si fueran las paredes del Cordon bleu de mis días universitarios.

¿Rojo punzó? Me parece estarla oyendo.

Y a mi ex con risitas burlonas en las visitas de los panas: “¡Zape ese sofá me lo regaló la suegra yo no tengo nada que ver con la esteticida! “

Ya en la mitad de la segunda escalera, agotada, de mal humor porque no se podía hacer la mudanza como Dios manda (con un camión porque apenas me alcanzaba para una camioneta de un amigo de un amigo) el color de la tela me estalló como escandaloso, feo y cursi como ninguno. Uno ha escuchado hablar del famoso rojo pasión que usaban las mujeres en los años 50, cuando se dibujaban las bocas como una fresa para emular a la turgente Marilyn, pero yo creo que ni Max Factor en su delirio judío, imaginó esa intensidad Carmesí.

¿Punzó? se reían mis amigas, que por solidaridad se sentaban en el sofá y decían se te sale la actriz chama. ¿La actriz?, no, será la cabaretera. Porque la verdad es que el ‘punzó’ dicho así es seguro una tremendura castiza, una españolización de esas palabras que desembarcaron en Cuba en el siglo XIX. Lo encontré en la noche habanera. Los argentinos que inventaron el psicoanálisis y el bolígrafo también dicen que en las montoneras federales tenían el rojo punzó en las pañoletas y hasta una canción se inventaron con el tono de la tela que recubre mi sofá volador. O sea: un rojo que no es sangre, que no es carmesí porque es más hacia el vino tinto, un color para la noche.

Tres puestos con dos abrazaderas, un metro de altura, cuatro patas de madera que parecen tocones pero que pesan como patas, un algodón naranja con flores beige, algo más discretas que el brocado punzó, forman el nuevo traje con el que me recibe los domingos la lectura de la prensa. Ese mismo sofá que secretamente me guarda no las lágrimas de la separación que quedaron enjugadas en la tela cabaretera de la noche habanera sino las que ahogué durante 365 días con sus noches el año que a mi madre le dio un Accidente Cardiovascular. El mismo sofá volador que para cuidar que no partiera definitivamente recibió mi agitado sueño de enfermera novicia.

viernes, 18 de junio de 2010

¿TIC TAC?

La tecnología nos ha traído muchas cosas pero se ha llevado otras. Entre las que se han perdido están el tic tac de los relojes. Los de agujas, los analógicos.


Cuando estudiaba primaria una de las tareas imperdibles era aprenderse la hora. Ya no hace falta. Esos números rectos, formados por líneas segmentadas, luminosas, dan la hora sin la ayuda de una maestra. Cualquier niñito va por ahí y dice: son las 5 y 42. Las 5 y 42. Esa sentencia sólo es propia de quien ve los relojes digitales. Uno decía: son las cinco y media pasadas o un cuarto para las seis. Todo dependía del grado de “precisión” de quien daba la hora, no del reloj consultado. Sin embargo, seguimos usando el término “en el sentido de las agujas del reloj” para referirnos al turno de un juego de mesa. ¿Todavía hay juegos de mesa?

Esto viene a cuento porque a mí me encantan los relojes analógicos, especialmente los que semejan un objeto lúdico. Mi hija lo sabe, así que en mi cumpleaños me regaló uno grande. Un bombillo de plástico rojo que alberga en su barriga un reloj de tres agujas negras. Llegó emocionada y lo colgó al lado de mi mesita de noche después de ponerle la pila doble “A” que lo animaba. Lo malo vino después, en la noche.
A pesar de que ya no oigo el silencio nocturno sino la música de un carro que va volando, los gritos de un borracho trasnochado o el orgasmo escandaloso de mi vecina, el tic tac métrico, insistente, penetrante, dominaba incluso, el rumor de la nevera.

Pasé dos noches jurando acostumbrarme. Vano intento. La puntual insistencia del tic tac pudo más que mí apego materno. Así que le dije a mi Ale: mami, el tic tac del reloj no me deja dormir y con una risita nerviosa me lo llevé para el estudio. Allí desvelará a Pérez-Reverte ¿pero qué es un tic tac para un querrequerre de siete guerras?

Lo peor es que hace poco una amiga muy querida, que está recogiendo sus bártulos para huir de nuestra realidad nacional, me llegó con tres relojes de nostálgico diseño años ‘50. Uno azul eléctrico, de espléndidos números y agujas doradas, otro redondo, cromado, pleno. Tiene en su centro un dibujo geométrico que acompaña a las agujas en su recorrido concéntrico. El tercero, mi favorito: aunque de forma triangular derrocha sinuosidad, desde sus líneas redondeadas da una muestra exacta de esos años dorados del diseño. Para aumentar mi deleite son de cuerda; no existían pilas doble “A” en aquella época.

De modo que pasé toda la noche en un concierto para tres relojes y un insomnio siempre en el mismo movimiento: adagio ma non troppo.


Ahora están silentes. Prefiero verlos mudos y quietos aunque me recuerden lo que leí en un artículo de feng shui: “No tenga cerca relojes parados es como tener detenido el tiempo.”

jueves, 17 de junio de 2010

MIS 206 OBJETOS

Objeto de uso diario y común tengo más de uno.

De hecho tengo 206, 208 ó 216. Wikipedia no es de fiar.

Ante la desconfianza numérica, la pregunta y la respuesta: “sé que nacemos con 300 pero luego unos se empiezan a pegar y llegan a 206 ó 216. Quién sabe, quizás hay a quienes se les quedan unos sueltos y por eso tienen 216”.


Aceptando el misterio, me acepto como única fuente de información confiable, comprobable a través del dolor y de sus consecuencias.


Se ha malogrado más de uno.

Con precisión cuatro con daño directo y cinco de forma indirecta, como las fuentes de trabajo que lo salpican todo.


El 1.94% de los objetos, estos objetos, ha sido víctima de fuerzas superiores al punto de quiebre.


Informe de daño del objeto 1

Cuarto año de bachillerato, zapato barato, versión china de versión colombiana de lo que se llamaba, llama, Vans.

Charco auténtico, salto amanerado e inapropiado.

Objeto con daño directo producto de caída estrepitosa. No hay apelación, fractura de material.

Reacción paternal tardía.

Yeso suplicado.

Yeso.

Muletas.

Vergüenza escolar.

Cómo se explica un yeso por charco en el mundo del motocross, futbol, ski acuático y voleibol.

En ese se caso se procede al rumor no confirmable de historia intrigante.

No charco.

Valencia es intolerante a historias insignificantes.


Informe de daño del objeto 2

Años después.

Caracas.

Misma cantidad imprecisa de objetos. No varía.

El fracturado se une al resto con el tiempo.

Aunque lo ven de reojo, lo aceptan por un tema de solidaridad y sindicalismo consolidado por la treintena. Dato impreciso pero verificable.

La Vespa no es una moto, es una vespa.

Sientes esa cosa italiana al manejarla.

Estrellada contra la pared de los Beracasa en Los Chorros, a 50 kilómetros por hora, es una moto. No más.

Crack, así sonaron los objetos cuando la piedra caliza los recibió de brazos abiertos.

Dos fracturas, cirugía, clavo por dos meses, cuento con moto.


Informe de daño del objeto 3

No mucho después.

Lagunazo, estado Cojedes.

Curso, taller, vivencia grupal o pégale la cola al burro, ya no sé ni lo que era, pero para desarrollar liderazgo en situaciones complejas.

Secuelas egocéntricas de una actuación medianamente decorosa durante la tragedia de Vargas.

Bueno señores, lo importante es controlar el miedo, evaluar el riesgo, entender que no hay peligro, asumir la actitud de líder.

Todo eso dijo el único pajúo que fue incapaz de acercarse cuando me dejaron caer a mí y a mis objetos varios desde nueve metros de altura.

No supe cómo sonaron los objetos cuando cumpliendo con la gravedad se aproximaron a tierra.

El dolor se hizo protagonista y opacó al resto del elenco.


Los objeticos, porque lo que dan es lástima a estas alturas, quedaron como mapa político, plagado de pequeños municipios.

Ahora sí, un cuento de altura.

El mismo objeto ha sufrido digamos que de fatiga de material en tres oportunidades, y de restauración, la misma cantidad de veces.

Cada vez se ha hecho acompañar por otros, en real actitud de liderazgo.

No todos los reparadores se han lucido, por el contrario han dejado su firma-huella dónde no debían.

Los objetos suenan al caminar descalzo. Sobresale alguno a la altura del pecho e impide colocar la mano izquierda en ángulo recto, que aunque inútil el acto, se me antoja.

Espero seguir con mis objetos, los reparados, los por reparar.

Todos me acompañan.


Roberto Mata