martes, 13 de julio de 2010

EJERCICIO DE FICCIÒN SOBRE DOS FOTOGRAFÌAS

El ejercicio fue así:
Observa bien esta foto y esta otra. Mira todo, busca los detalles, curiosea. Fíjalos en tu mente como otras dos fotografías. Y ahora imagina (es la única oportunidad en la que haremos ficción durante el taller). Imagina que ese señor es el dueño de ese cuarto. Pon a ese señor en su contexto íntimo: su habitación, una que a simple vista no se le parecería. Con esos elementos, esos datos –que son muchos– escribe una escena. La idea de este ejercicio es que puedas aplicar esta curiosidad, esta capacidad de observación y esta imaginación (sin inventar) en tus crónicas. Que puedas enfrentarte a los contrastes de los personajes. Que vayas más allá en la reportería y seas tan capaz de sumergirte en la historia y en sus protagonistas que te dejen ver su cuarto: su vida. La idea es que pienses en eso para hacer escenas --o capítulos-- que vayan hilando tu texto y lo conduzcan a buen puerto. Al destino que todo autor desea: que el lector se quede hasta el punto final.

Sandra Lafuente Portillo 

* * *

A José Augusto Márquez, hijo natural de puerto y de muelle, le convino la bandera italiana de aquel tanquero fugaz.

La madre de José Augusto Márquez lo montó en otro tanquero y le dijo: José Augusto, no hagas lo que tu padre. No te hagas el musiú . Hazte hombre y busca fortuna para que nos saques de Punto Fijo.

Así José Augusto Márquez, con un solo apellido y acento de península, buscó norte y consiguió, después del tanquero, un crucero. Allí fue ayudante de cocina, lavandero, camarero y finalmente actor de revista musical.

¿Quién lo vio?

Nadie sabe con precisión, pero dos años después José Augusto Márquez hacía un pequeño personaje en una película de Scorsese, Goodfellas.

De esos días para acá no le cuesta entrar en el personaje de mafioso italiano, le cuesta salir de él.

José Augusto Márquez es hoy en día Joe Marq, nominado dos veces al Oscar, y de destacada carrera cinematográfica al lado de los grandes.

Hoy en Actores y Casas, conoceremos las intimidades de Joe Marq, sus espacios.

Hoy saldrá de personaje, hoy veremos de qué va la vida solitaria de José Augusto Márquez, hombre de puerto y de muelle-

Roberto Mata

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HISTORIA DE OTILIA

Argimiro, como todos los días, se levanta a las seis de la mañana, acomoda la cama tal
cual como a Otilia le gustaba, como esos cuartos de hoteles, bien estirados. Y, de guinda, el peluche de oso blanco que le había regalado a la única nieta que conoció Otilia, en su última navidad.

Argimiro pone los cuatro cojines navideños en el mueble de lectura de la habitación. Nunca los quitó, siempre fue navidad. Las flores artificiales que dejó Otilia en el espejo de la peinadora, y que nunca le gustaron a Argimiro, permanecen intactos. Ya no le incomodan.

La personalidad de Otilia fue jovial, coqueta, mandona. Argimiro, por el contrario, era más serio, pero obediente, enamorado. Otilia llevaba la batuta.

La peinadora la mantiene con los mismos frascos de belleza de Otilia, cada crema para el cabello, los ojos, el rostro, el cuerpo, los perfumes, todo, todo la hace presente, desde su partida para siempre en diciembre del 84.

Él sigue solo, a pesar de su buen porte y sus aires de caballero y buena persona, los sombreros y las corbatas de todos los días.

En muchas ocasiones, Argimiro se sienta ante la peinadora, destapa las cremas y sus recuerdos florecen, le brillan los ojos. Otras veces abre el viejo armario de madera que hacía juego con todos los muebles del cuarto, con esos relieves antiguos, y acaricia una y otra vez los vestidos de gala, la ropa casual, de picnic, las dormilonas de seda de Otilia traídas por su hijo mayor del París señorial.

Argimiro vive solo. Una vez por semana, una señora le hace la limpieza del hogar, menos su cuarto. Él mismo, religiosamente cada martes, limpia con cuidado cada rincón. La mesita de noche de su lado está vacía como él, en la de ella sigue el pañuelo que Argimiro mojó el día en que se despidió de su amada Otilia.

Maripili Salas

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SU CUARTO

No me da pena. Sí, sé que en la cama hay un peluche pero es que en nuestro cuarto ella era la reina y yo un simple plebeyo. Cómo podría pensar en quitar parte de sus frascos del tocador para colocar mi sombrero, o cómo ensuciar con mis botas su alfombra color crema. No. Ella me permitía entrar en su mundo y yo lo hacía desnudo. Todo lo que me denunciaba, hasta la corbata de cuadros que tanto le gustaba, quedaron fuera. Dentro de su cuarto yo me sentía rey. Ahora que no está, sus cosas me la recuerdan; siento que me sigue acariciando.

Joaquìn Pereira

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EL SANTUARIO DEL ABUELO
Pocas veces el abuelo me dejaba entrar en su santuario. Estaba todo tan en su sitio que quizás temía que yo lo desordenara. Cada mueble me lucía como si no lo usaran. El sofá de dos puestos tapizado en claro, la mesa cuadrada al frente de donde seguro él no posaba los pies para descansar, como sí lo hacía en la que estaba en el porche. La peinadora de la abuela llena de sus cremas y potingues que hacían que siempre brillara su piel blanca.

Un día me escapé del cuido de mi abuela y mientras ella le daba el beso de despedida en la puerta a mi abuelo y le alcanzaba su sombrero que él siempre se terciaba de medio lado, aproveché para entrar a su cuarto. Me atreví a subir a la cama, que me pareció del tamaño del corral de las gallinas que estaban en el patio trasero, y salté varias veces. Después dejé mi peluche allí.

Abrí el closet que olía a recién barnizado y descubrí decenas de corbatas, casi todas a rayas, igual a la que vestía mi abuelo esa mañana de mi incursión. Había más pantalones alineados que trajes de la abuela. Ella guardaba su ropa en un cuarto anexo que le servía de vestidor.

La luz tenue salía de dos apliques detrás de la cama. A mí me gustaba ese color melocotón que tenían las paredes. En eso mi abuela había impuesto su opinión como pocas veces lo hacía, al igual que con los cojines de flores que estaban sobre el sofá. Ella misma los confeccionó y hasta bordó algunos de ellos.

Veinte años después he vuelto al mismo cuarto. Ya los abuelos no están y la habitación ahora parece otra. El aroma que salía de los inciensos que la abuela prendía hace tiempo que se disipó.

Por momentos me pareció ver la figura del abuelo que se dibujaba frente al closet, sacaba su pantalón negro, tomaba una corbata y la ponía frente a sí.

Por más que busqué, en ninguna parte encontré su sombrero.

Ileana Hernàndez Grillet

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A Manuel, el más Quiroga de todos, el hijo menor, el resto de sus cinco hermanos lo había excluido del testamento con la excusa de que era medio tonto.


--No se va a dar cuenta entre un millón y mil-- comentaba Alfonso, gordo y estropeado por las calorías de las rosquitas.

El cuarto, que se había convertido en su cuartel de invierno, era de niña, en realidad de mujer, de la Magdalena, su hermana la del medio, pero la más grande para él. De ella siempre estuvo secretamente enamorado, porque Manuel vino a convertirse en una especie de maldición para la familia, desde su nacimiento las cosas empezaron a salir mal. El negocio cayó, los amigos se alejaron.

Magdalena lo protegía y lo trataba con especial cariño y complicidad: colcha, teta, agua, malo,

--¿Puedo dormir al pie de tu cam,a Maga? Solo un rato después me voy con los gatos.

--Ahí en el sofá puedes dormir un ratico hasta que se te espanten los malos sueños-- decía ella magnífica.

(Entonces me quedaba quietecito al pie de la cama y cuando se dormía después que rezábamos juntos el padre nuestro, empezaba mi fiesta. Me levantaba despacito y me iba hasta su cómoda y de punticas tomaba la crema del frasco marrón .“Seré tonto, pero no me voy a arrugar como pasa”, pensaba, y me untaba la de flores, la que me gustaba.

Magda me prestaba su oso de peluche para que me cuidara. A su novio, luego su esposo, no le gustaba que nadie rozara su piel de flor de avena. Ella me prestaba su osito para que me cuidara cuando venía el susto ese que me hablaba de debajo de su cama, desde las puertas del armario con la voz de los muchachos de la escuela: “¡Tonto, tonto, saquen al tonto!”).

La bola de acero estalló contra la casa Del Valle 20 y 9 y derribó la pared principal, la de la sala.

--¡Señor Quiroga, salga de ahí vamos a derribar la casa!”, gritaban los funcionarios de la alcaldía.

--No ,que no salgo ¡Váyanse, Magdalena está por volver!

El segundo remezón de las columnas tiró abajo el tiesto con la planta que Manuel, el más Quiroga de todos, nunca pudo regar.

Todo estaba lleno de polvo y humo. Manuel tosía pero no cedía. Tomó al oso de peluche, lo que quedaba de él. Y trepó al sofá, su última trinchera. Gritó con todas sus fuerzas mientras intentaba conservar el equilibrio.

--¡Váyanse, dije. Maga está por regresar. Voy a rezar para que me dejen estar!

--¡Está rodeado!-- gritó una voz más fuerte que el director de la escuela--¡Salga!

"Manuel, tranquilo, los sueños malos ya se fueron", escuchó en el mismo momento en que el gran armario heredado de su abuela Ana, aquel de caoba fina donde tanto le gustaba esconderse, le fracturaba el cráneo apagando su oración.

Hacía dos meses que habían cortado la luz. Cubierto por una tela hecha jirones, lo encontraron con su sombrero, aquel que le regalara Magdalena uno de los pocos domingos en los que salió de paseo.

Yoyiana Ahumada

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