jueves, 12 de agosto de 2010

viernes, 30 de julio de 2010

UNO EN LA URDANETA

El siguiente texto contiene elementos de lenguaje y sexo que pudieran resultar violentos aún para padres y representantes. Se recomienda que solo sea leído por personas de mente amplia, tipo adolescentes.



Esa tarde, Campero, como le gusta que lo llamen, se lanzó al Urdaneta, el único cine porno que sobrevive en Caracas, no sin antes dejar en casa todo lo de valor que tuviera encima para no correr el riesgo de regresar desvalorizado. Consigo llevó los ojos verdes heredados del abuelo y la pinta de joven de clase media que lo delata.

Cuenta Campero que la sala estaba bastante nutrida de hombres. Se ubicó entre varios de ellos con pinta de "hetero serios" y como él entró con ganas de provocar y de sacar una buena partida a esa función, se sacó el pene y comenzó a masturbarse como cualquiera que ve una película en aquel cine. Tenía la vista puesta en la pantalla, pero miraba a los lados para ver qué sucedía. Miradas iban y venían de los vecinos y él provocándolos, a ver quién mordía la carnada. Como todos miraban el toro desde la barrera, se puso más provocador bajándose el pantalón hasta los muslos. Pero nada, puro reojo.

Entonces, dice Campero: En eso, uno de los tipos que están en la misma onda de pajeo viendo la pantalla, un obrero con morralito de tela, todo esmirriado, se mueve hasta la butaca que tengo al lado. Estaba recién bañado porque olía a jabón, aunque fuera azul. Yo sigo en la tónica de pajearme como que si nada, viendo la pantalla. En eso lo miro de reojo y noto que el carajo se pone nervioso, no diva, sino más bien nervioso, mirando para todos lados, suspirando y saboreando saliva que se escuchaba fuerte. Yo en lo mío de frente, pero incitándolo a que me lo agarrara, pero la pinta de macho que tenía me hizo dudar y temí que me fuera a clavar un coñazo, así que lo ignoré y seguí en lo mío. Pero, vaya, no se aguantó más el hombre y de pronto se arrodilló en pleno suelo y comenzó a mamármelo de una manera tan magistral que pelé los ojos no por la escena que estaba viendo, sino por lo que estaba sintiendo. Así estuvo un buen rato hasta que se incorporó en su asiento y me dijo:

- ¡Verga, varón! Lo tienes sabroso (lo dijo en un tono bien popular, de macho urbano de construcción)

- Te gustó, ¿no? Lo haces bien rico, vale.

- ¡Nojoda, vale! Es que tú llegaste, te sentaste aquí y te pusiste así con esa mariquera de hacerte la paja al lado mío y ¡nojoda! ¡Con ese güevo! ¡Nooooo, tipo!

- Jajajaja, bueno, síguelo gozando, pues.

Y, bluuummmm, siguió el tipo en lo suyo, muy bien inspirado, y mientras se ocupaba abajo, me desabotonó la camisa y me pellizcó las tetillas. Así estuvo un buen rato. Cuando se levantó nuevamente me dice:

- Verga, tipo, cómo me vengo a conseguir a alguien así, como tú aquí adentro, vale.

- ¿Alguien como yo cómo?

- Así tan bello, tan ricote y con ese güevo. Yo te voy a decir una vaina Yo ante todo soy un varón, pero cuando me entrego, me entrego y con todo, ¡pero soy un macho!

- Jajaja, ok, sí ya veo.

- ¡Ah! Te burlas, ¿no?

- No, vale, sino que me parece cómica la vaina. Vente, dale, no pierdas tiempo que ya van a cerrar esto, sigue allí.

- Pero, ¿qué pasa, vale?

- Sssshhhhh, cállate y coopera (lo agarré por el cuello para que siguiera en lo que yo quería y a él le gustaba).

Mientras continuó en lo suyo, le metí la lengua en el oído chupándole todo el pabellón. El carajo estaba en el éxtasis de arriba abajo, con su boca en mi güevo y gimiendo suave pero profundo. Me acariciaba todo el pecho y los muslos de lo rico que la estaba pasando. Ya cuando no me pude contener porque la velocidad de la succión que me estaba dando no la aguantaba un humano, le pregunté:

- ¿Puedo echarte la leche?

- Sí, dámela, carajito. (Y siguió dándole fuertemente)

Le lancé la acabada de la semana, lo dejé por unos segundos agarrándole la cabeza y después lo dejé que se levantara. Se sentó, escupió al suelo, y dijo sonriendo:

- ¡Verga, marico! ¡Qué lechero tenías, güevón! ¡Qué vaina más sabrosa esa acabada!

- Bueno, eso era pa’ ti, varón.

Yo empiezo a arreglarme mientras el tipo sigue buscándome conversa.

- ¡Qué vaina más rica, nojoda! Jajajaja, marico, estás rico. Lástima que no te volveré a ver (allí la cosa se puso sweetheart).

- ¿Y eso por qué, pues?

- Bueno, porque en tres semanas me caso, porque yo no puedo vivir sin una mujer en la casa que haga oficio y me tenga mis vainas hechas y acomodadas.

Ante aquello me quedo callado y el tipo me mira y me mira en aquella oscuridad.

- Marico, te reconocería en la calle, en cualquier parte, con esos ojos que tienes….

- Jajajaja, ‘ ta bien pues... ajá, háblame de tu cuadro familiar…

- Bueno, güevón, yo así como me viste, así soy un macho. Yo me voy a casar pero igual esto no lo voy a dejar, un güevo es muy sabroso.

- ¿Y tienes chamos?

- Sí, tengo dos varones, uno de 14 y otro de 22.

- Pero no saben tu nota, ¿no?

- Nooooooo, ¿estás loco, marico? Ni de vaina. El chamo de 14 le tiene arrechera a los maricos, ése si sé que no es pato. Y el de 22 pues, a él no le gusta un marico, a él lo que le gusta es un transfor.

- Aaaaannnnh ¡ok! Le gustan los transfor... imagínate…pero no le gusta un marico….

- No, varón ¡Ese hijo mío es un macho!

- Claro, claro. Bueno, tipo me tengo que ir.

Hago el gesto de levantarme En eso me agarra la mano, me la besa apasionadamente varias veces, diciéndome:

- Verga, güevón, me diste burdenota. Te voy a pensar burda, ¿sabes?

- Jejeje, Sí eso creo. Dale, tipo, me voy, un placer.

Extiendo mi mano para un apretón, yo de lo más formal, y él me dice:

- ¡Tú sí eres sifrinito, tipo! Despídete de mí así (me da una palmada horizontal seguida de un choque de puños).

- Dale, pues, hablamos
Cuenta Campero que se fue derechito para su casa, sin dejar de reírse de los comentarios del varón.

viernes, 23 de julio de 2010

HERENCIA

Solías contarme historias de tu Rumania natal. Cómo tu familia fue separada por la guerra. Tu llegada a América, donde, te habían dicho, las calles estaban tapizadas de oro.

Pero ya no estás, están tus cosas: algunas fotografías y algunos muebles.

En la repartición de la herencia me quedó tu cuarto, el que compartías con mi abuela. Y he tomado esta foto tuya del cajón porque me gusta tu mirada altiva, tus manos gruesas de hombre de trabajo y tu elegancia al vestir, a pesar de las dificultades económicas.

Y porque llevas sombrero, una costumbre que conservaste siempre.

Ahora son tus muebles los que me cuentan historias, sólo tengo que observarlos con ese sentido escrutiñador, casi detectivesco, que encuentra evidencias microscópicas y detecta aromas como en una cromatografía.

La cama matrimonial con su copete de fina caoba es ahora el centro de mi atención. Los susurros que salen del edredón y de entre los cojines cremas y carmesí me hablan de formas sinuosas que se revuelven entre las sábanas, brazos que se abrazan, piernas que se buscan para consumar, una y otra vez, actos de amor.
La simetría en los demás elementos de la decoración me lleva a una época cuando la búsqueda de la belleza estaba basada en la armonía: dos mesas de noche, dos lámparas equidistantes, la pareja. Juntos hasta el final.

Tus muebles finos me recuerdan que aunque no era verdad lo del oro en las calles de América tú lograste, con mucho trabajo, la bonanza que no habías tenido en Europa en los tiempos difíciles que te tocó vivir.

Una parte de esa bonanza es ahora mi herencia. He tratado de honrarlos, a ustedes, al mantener casi intactos el arreglo que mi abuela daba a su dormitorio.

Pero también he introducido algunos cambios, propios de mi tiempo. El aire acondicionado y los potes de crema en la peinadora son algunos de mis aportes.

El aire es porque si abro la ventana entra el humo y el hollín del tráfico pesado que suele haber en la avenida. Las cremas están sobre la peinadora porque no caben en el diminuto estante del baño. Los muebles de tu cuarto comparten el espacio con los del recibidor porque vivo en un apartamento de un solo ambiente. El piso es de madera que no es madera.

Y no hay simetría en la cama a la hora de acostarme. No hay piernas entrecruzadas ni brazos entrelazados. Esa es una parte de tu herencia que no me quedó.

miércoles, 21 de julio de 2010

La noche de las siete lenguas mordidas


Por Joaquín Pereira
[Pauta 6] Escena construida a partir de un testimonio

Para Carmen ese sábado en el Hospital Pedro del Corral iba a ser otra aburrida guardia que tenía que cumplir como un requisito de sus estudios técnicos de enfermería, que la hacían trasladarse desde San Juan de los Morros a ese pueblo llamado Tucupido durante los fines de semana.

“Han fumigado mucho por estos lados, eso debe ser”, pensó cuando recibió el tercer paciente de la noche; “debe ser el verano”, se decía a sí misma luego del quinto caso con iguales síntomas: convulsiones, la lengua mordida, mucha espuma por la boca.

“Debe ser la luna”, terminó concluyendo cuando registró al séptimo caso.

Nunca había visto algo como aquello, por lo que les dijo a sus compañeras que anotaran esa fecha para hacerle seguimiento: 18 de julio de 1998. Carmen sabía que algo debió provocar tan inusitado brote de pacientes con crisis convulsivas en la zona.

Parece que esa noche la gente de Tucupido enloqueció. Carmen supo de un hombre de más de 100 años de edad que cogió un machete para defenderse de uno de sus bisnietos que presentó una crisis convulsiva.

Conversando con los familiares de los pacientes supo que en el caserío del sector Campo Bloque, de donde provenían la mayoría de los casos, los vecinos comentaban que vieron algo extraño caer del cielo y aseguraban que no era un avión. Cuando despertó el primer joven que atendió por convulsiones, éste le relató que una luz muy brillante se estrelló en la finca Tamanaco, a pocos metros de su casa. “Parecía una hoja”, le dijo el muchacho.

La gente del pueblo temía acercarse mucho pues se regó de boca en boca que varias reses habían muerto por estar cerca del lugar del impacto. Pasados unos días, un carro blindado llegó al pueblo y se dirigió al sitio de la caída del objeto. Carmen lo describe como un carro parecido al de las funerarias pero con una cubierta de vidrio. Supo que lo que se llevaron parecía un disco compacto grande.

Con el tiempo la gente dejó de hablar del tema. Lo último que se comentó fue que el dueño de la finca Tamanaco iba a recibir un pago por las reses muertas, aunque no sabían quien ofrecía el dinero y por qué.

Pasadas algunas semanas otros pacientes ingresaron al Hospital Pedro del Corral, esta vez eran mujeres embarazadas con varios meses de gestación que abortaban. Para Carmen había una sola causa: aquel extraño objeto que cayó en Tucupido en la tarde del sábado 18 de julio de 1998.

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Foto: http://2.bp.blogspot.com/_g2TqwBUxtaY/SE7yuEptCaI/AAAAAAAAAn8/Jw4i6S_XL6I/s400/epilepsia-infantil-Ntnva.jpg 

martes, 20 de julio de 2010

Texto con puntos vs texto con comas


Por Joaquín Pereira
[Ejercicio de clase # 2]

Maripili en puntos
Es Maripili. Mírala bien. La que vive en el 23. Allá va. Siempre combina el color de su camisa con el de sus uñas. Violeta. Hoy viste de violeta. Ve. Mírala a los ojos. Está y no está. Vive recordando. Pregúntale. Sí. Sobre el 23. Su mirada lo dirá todo. Está y no está. Huélela. Huele a violeta. Ya se fue. Ya no está. Su presencia flota en el aire.

Maripili en comas
Maripili, la que vive en el 23, la que siempre combina el color de su camisa con el de sus uñas, la que vive recordando, la que hoy viste de violeta, la que hoy está y no está, la puedes seguir por el olor de las violetas.
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Foto: http://imalbum.aufeminin.com/album/D20071024/354044_IAGCBT8MME2WOKS45AMBZONKCP3WDG_violeta-oriental_H044345_L.jpg 

martes, 13 de julio de 2010

DIMES Y DIRETES

Domingo de junio cerca del mediodía. Centenares de hombres y mujeres gays, lesbianas, travestis y uno que otro hetero solidario se aprestan a salir en la marcha del orgullo gay por calles de Caracas. Mototaxistas, de los mismos que transportan a alguien apurado hacia otro punto de la ciudad o llevan encomiendas, con sus cascos negros, lentes oscuros y pinta de jóvenes de barrio, encabezan el desfile. La única diferencia es que ese día llevan una franela blanca con un pequeño arcoiris impreso y la frase Orgulloso de ser gay. No parecen.

Le sigue una carroza del colectivo gay y lesbianas del PSUV, desde donde reparten las franelas que lucen los mototaxistas y otra gente. Detrás centenares de jóvenes con banderas arcoiris, los mismos colores pero pintados en las mejillas como en los partidos de fútbol, cuerpos semidesnudos para lucir pectorales, abdómenes como barras de chocolate, pantalones bien ajustados que tornean las nalgas, los muslos, el pene. También se ve una que otra barriga pronunciada. Mucho sudor y entusiasmo. Delegaciones de varios estados del país. Muchachas con escarcha en los párpados, de la mano con su pareja, algunas no tan cuidadas como ellos. Otra carroza y otra y otra. Entre changa y techno se escucha la arenga desde un camión por el derecho al respeto y la igualdad de los GLBT, las siglas de este colectivo. ¿Qué es eso?, ¿un nuevo partido?, pregunta una señora intrigada por esas letras. Nadie responde.

Dispersas entre aquel gentío, las Drag Queens, fabulosas, como si estuviéramos en una gran ciudad: mucha lentejuela, plumas coloridas, disfraces sin que se les vea la costura. Maquillajes perfectos. Glúteos y senos hechecitos. Eso muestra que las cirugías estéticas forman parte del orgullo nacional.

Policías de Chacao, comisionados para proteger la marcha, conversan sobre el evento.

Policía 1: …Pero esto es bueno que pase, porque se dejan ver, uno sabe cuántos son.

Policía 2: Yo tengo un sobrino gay que está allí, desde chiquito era así. Mi hermana lo tenía cargado para sacarle los gases y él se movía así (hace una morisqueta afeminada)

Policía 3: Si es que se nace así. Aunque dicen que gay no nace sino que se hace…

Mujer Policía mira hacia otro lado con indiferencia.

Policía 2: Eso es lo que yo digo. Yo le decía a mi cuñado cada vez que el chamo lloraba: “Déjalo llorar y dale una patada por ese culo para que aprenda”, pero pa’ que tú veas…

Con una bulla, la marcha parte desde el Parque del Este, donde centenares de familias y deportistas siguen disfrutando el feriado.

Muy cerca, donde está una estatua de Miranda que señala el comienzo de Chacao, una señora y un señor, cincuentones que recién hicieron sus ejercicios dominicales, están detenidos para ver lo que pasa. Visten shorts, gorras, koalas, colgaderos para el agua y zapatos deportivos de última generación, todo en perfecta armonía.

Señora: Ufff, ¿de dónde salen tantos?

Señor: No sé, debe ser que estaban enclosetados.

Señora: Sí… ¿pero tantos?

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Dos cuadras más allá, frente al Centro Plaza, dos amigas cuarentonas también regresan de su deporte dominical. Sudorosas, pañuelo en mano y con atuendos que parecen comprados en la misma tienda donde los compró la pareja que estaba frente a la estatua de Miranda.

Amiga 1: Úpale, esto parece una marcha de la oposición: gente, gente y gente. Mira, todavía viene una carroza más allá y más gente…

La Amiga 2 calla, como sorprendida.

En la plaza del Indio, en lo que sería Chacao-Chacao, está una señora sesentona, lentes oscuros, labios recién pintados, rojísimos, con un ramo de flores en una mano sin ser madrina de ningún equipo deportivo y una bolsa plástica de supermercado en la otra. Al lado están un señor que parece mayor que ella, ojos azules, vivaces, podría ser su marido, y una amiga, bajita, que casi no se ve entre el grupo de espectadores.

Señora sesentona: ¿Quién iba a creer que íbamos a ver esto? Esto se lo llevó el diablo. Esto es culpa de Chávez, como Sodoma y Gomorra.

Señora bajita: No, eso es culpa de Ricky Martin por haber salido del closet, ¿qué le costaba seguir allí sin hacer pública su cosa?

El señor, callado, sonríe.

Señora sesentona: ¡Qué asssco!

Y siguen su marcha con los suyos en sentido contrario.

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Grupo de hombres atraídos por la bulla de la multitud han salido a la puerta de un Centro Hípico en una esquina de Chacao. Algunos con gaceta hípica en mano, otros con botella de cerveza, cigarros. Todos, en sus comentarios y posición física hacen gala de su masculinidad.

Hombre 1: Eso es puro pargo. Tú lanzas la caña y pescas.

Hombre 2: Hay para todos los gustos, hasta cachaperas. Mira a aquella que está buenota, uno se las coge igual, mujer es mujer.

Hombre 3: Anda, métete, González, no te dé pena, lo único que tienes que hacer es bajar esa escalerita (empuja a González por el hombro, pero sin mucha fuerza) ¡Baja, baja, jajajaja!

Hombre 4: Veeeerga y cómo es que son tantos, allí hay de todo, ¿de dónde salen? En este país se acabó el futuro, son jovencitos.

Hombre 5: Eso lo que es es una laguna ‘e patos…

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Dos hombres con sus esposas salen de almorzar en el restaurant La Huerta, ya en la avenida Solano de Sabana Grande. Mientras viene el parquero con su 4 x 4, contemplan el desfile.

Uno de ellos (en actitud de sobrado): Vamos a echarle ojo porque por allí deben estar aquellos que viven en el edificio. (Dirigiéndose a la otra pareja) Son nuestros vecinos, imagínate uno es profesor universitario y todo, hasta coordinador de un postgrado dicen que es.

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Una joven marchista discute con su novia detrás de un kiosco en la avenida Solano, le da una cachetada. La cacheteada no se defiende sino que adelanta el paso.

Un activista de derechos humanos, que presencia la escena, se aproxima:

--No, con violencia nada. ¿Por qué tienes que pegarle?

La joven se queda atónita, pero no se asusta, ni es agresiva, ante la intervención del hombre.

Bueno, porque no hace caso.

Pero por eso no tienes que pegarle, háblale.

No, es que esa no entiende nada. ¿No ves que es una carajita?

Pero por ser carajita es que puede aprender. Si fuera una bejuca, dicen que lora vieja no aprende a hablar, pero a esta háblale. No uses la violencia, que nos tiene jodidos a todos, a ti, a mí.

La joven lo ve sorprendida y cruza la calle donde la otra, medio asustada, medio arrecha, la está esperando.

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Grupo de jóvenes mesoneros frente al esrtaurante Urrutia, en la avenida Solano, encaramados en un pretil que les permite ver la marcha desde arriba.Uno, refiriéndose a una travesti: Mira, allí viene una vestida de mariposa pero pa’ mí que la pisaron porque es bien fea.

Otro, viéndola: Verdad, mejor se hubiera quedado encapullada.

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Grupo de hermanos y hermanas evangélicos en una esquina cerca de la iglesia de El Recreo. Ellas con falda más abajo de las rodillas, ellos con corbata bajo el sol del mediodía. Algunos tienen en sus manos ejemplares de Atalaya que no entregaron esa mañana.

Hermano cuarentón, queriendo pasar la calle pero impedido por el largo desfile, suspira levemente y dice: Dios tiene que recoger a tanta oveja descarriada.

Hermano como de veinte, sentado en una escalera junto a varias hermanas: Esos los que quieren es casarse, dicen que van para la Asamblea Nacional a que les aprueben el matrimonio. Dicen que es por lo de la ministra de la Defensa.

Hermana sentada al lado del hermano: ¿Qué tiene que ver la ministra de la Defensa con eso?

Hermano como de veinte: Esa es una ministra que tiene Chávez, dicen que es lesbiana y ella es la que puya la cosa.

*******************************************************************************Grupo familiar frente al restaurant Da Guido, ya finalizando la Solano y la marcha. Mientras esperan que el parquero les traiga el carro son espectadores obligados.

Mujer 1: Esto nunca lo había visto aquí…

Marido de la mujer 1: No, esto es nuevo. Esto pasa en Madrid, en Nueva York, en Amsterdam pero aquí no.

Mujer 2 (señalando a un joven que por toda ropa lleva un tanga y el cuerpo bañado en escarcha plateada): Pero mira a aquel, mira el cuerpo que tiene (con tono de envidia), ¡qué horror!

Mujer 1: Esto era lo que nos faltaba. Esto se perdió. Mejor nos vamos de aquí.

Marido de mujer 1: ¿Pero cómo nos vamos?, ¿no ves que todo está trancado?

Mujer 1 (haciendo intento de desplazarse): Como sea, como sea. Los pisamos.

Marido de mujer 2: Aquí hay de todo. Hombres, mujeres, jóvenes, viejos…

Mujer 2: Con razón que no se consiguen hombres. Bueno, ahora ni mujeres.

Mujer 1 (ya olvidada de su apuro por irse, mientras su marido la agarra por el brazo para llevársela a no se sabe dónde): Lo que hay que hacer es que la que tenga marido que lo amarre y el que tenga mujer que la amarre.

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Y regresando al Parque del Este desde donde salió la marcha, algo que se me olvidaba.

Dos jóvenes madres, cada una con un coche de bebé y rodeadas de otros niños que corren a su alrededor, contemplan aquel desfile mayoritario en hombres jóvenes, de cuerpos esbeltos, mucho pecho cuadrado descubierto.

Madre 1: Tanta carne perdía.

Madre 2: ¿Y a ti te está haciendo falta?

Madre 1, sorprendida, pero segura: No.

Madre 2: Entonces, pa qué dices.



Fotografìas: CARLOS ANCHETA

TINTA INDELEBLE

– Pana, ¿cuánto cuesta el túnel? - pregunta una muchacha con una argolla hiriendo su ceja izquierda.

– La pieza cuesta 60 y ponerlo cuesta 120
–contesta el flaco detrás del mueble negro que hace las veces de caja.

Si al oír la palabra “túnel” pensaste en el de La Planicie, naciste antes del terremoto de Caracas y no has estado nunca en Clinic Tatoo.

Clinc Tatto es el templo del piercing y el tatuaje.
Su página web habla de la asepsia total en sus intervenciones y la solvencia profesional de sus técnicos. Allí fui a dar el sábado en la tarde con mi adolescente, tras perder la batalla iniciada hace ocho meses y ochenta discusiones. Ale ganó y, después de que Paraguay perdiera también contra España, acudimos a la cita donde le imprimirían una palabra eterna de cuatro letras negras sobre su magra cadera derecha. Así que ante lo inevitable opté por lo conveniente. Acompañarla. Ver la cara y la mano que mueve la aguja para escribirle Hope en tinta indeleble.

Después de que estampé mi firma de autorización en una hoja con fondo de manga japonés, me senté sobre un leopardo que parecía un sofá. Allí mis ojos iban desde el muestrario de rosas, dragones y todo tipo de símbolos crípticos hasta quienes entraban y salían pidiendo información. Este templo de una sola nave mide tres metros por cinco, quirófano incluido. Doy fe de que en una hora escasa pasaron por ahí más de una docena de almas buscando ser marcadas, perforadas, tatuadas. La generación de lo efímero –cien fotos digitales borradas en un click– necesita llevar algo permanente, algo que dure y evoque a una persona o un ideal.

El flaco de la caja tiene dos túneles. Ahora sí, aclaro: ensanchando sus orejas. A través de los cuales podríamos ver, digamos, la bola Pepsi deshaciéndose. Sus brazos son brazos porque terminan en cinco dedos, pero no hay nada que recuerde el color carne de mis Prismacolor. Todo son dibujos.

Una chica se acerca y le pregunta cuánto cuesta retocarse un tatuaje.

El flaco le dice:


– Déjame verlo.

La muchacha mira a su novio como pidiendo aprobación, y él agrega:

–Se lo hizo hace como un año, pero se puso opaco.

La chica se baja aún más el pantalón, que ya bordea la grácil cadera, y se lo muestra al experto.

Ummjjj, cuesta como 300. Un retoque significa volver a hacerlo, si no, se nota la diferencia entre el nuevo y el viejo—dice el flaco.

Yo me pregunto: si un tatuaje es permanente, ¿cómo consideran “viejo” a uno que apenas tiene un año?

Después entra un grupo. El más entusiasta tiene el pelo como Bisbal, puro rulo, pero en este caso castaño. Todavía se oye el rumor de los que celebran el gol de Villa en el centro comercial. A mí me sirve el ruido, mitiga la vibración de la aguja que entra y sale de la cadera de mi hija de catorce años. Cuando el Bisbal caraqueño habla, noto su voz borrosa, como saliendo de un túnel. Mueve sus pies, sonríe; sus dedos se mueven para describir un hormigueo que le sube desde los pies hasta los muslos.

Su amiga le dice riendo:

– Están tatuando a alguien. ¿Sientes la vibración en el piso?

Me llama a atención el énfasis que pone en cada una de sus palabras, la acompasada modulación de sus labios orientados hacia los ojos del amigo.

Entonces entiendo. Bisbal es sordo y pregunta cuánto cuesta tatuarse una estrella en el brazo.

A estas alturas resumo: nadie ha preguntado si duele, si se cae, cuánto tiempo toma hacerlo. La única duda es el precio. La meta para alcanzar lo eterno es el dinero.

Veo al flaco de la caja mientras atiende a un muchacho que lleva un diseño de dragones con una inscripción saliendo de una nube de humo oscuro. Sus lóbulos agrandados y translúcidos, sus brazos multicolores colgando de una gran franela negra, su nariz atravesada por una argolla plateada vencen mis prejuicios. El video no se ajusta al audio. Su imagen transgresora no anticipa sus modales atentos, sus pacientes respuestas.

La puerta del “consultorio” se abre y Alejandra me muestra orgullosa su trofeo de tinta. Tras ella viene el técnico. Mientras da las indicaciones del cuidado –cero playa, cero piscina, mucho Beducén– me distraigo viendo a través de sus dos túneles toda la parafernalia negra y plateada que ahora está en la vitrina y pronto atravesará narices, lóbulos, ombligos y alguna tetilla valiente. Cuando pago con el dinero que Ale ahorró por primera vez en su vida, recuerdo lo que le dije en el carro, último e inútil esfuerzo por persuadirla.

–Ale, ¿por qué con el dinero del tatuaje no te compras el bolso ese que tiene cornetas para oír el IPOD?

–Mami, el bolso no dura toda la vida.

UNA CRÒNICA ESPIADA

Es lunes 5 de julio y aún estoy sin encontrar el material para la tercera crónica. Han sido infructuosas las dos visitas, una al supermercado y la otra a un centro comercial al que nunca había ido y que resultó con muchos locales cerrados y muy poco concurrido para mi objetivo. Oír conversaciones ajenas está pareciendo una misión cercana a lo imposible. La única salvación es ir al Sambil, donde hay suficiente gente para ser espiada. Queda resuelto, para allá voy, porque aunque tenga que sufrir para encontrar un puesto en el estacionamiento, pasaré desapercibida entre el tumulto y podré, así, cual espía gubernamental, escuchar lo que otros dicen con absoluta impunidad.

Voy camino desde el sureste para alcanzar mi misión pero me encuentro con tremendo aguacero en mitad de la autopista. El tráfico se tranca y mi esposo, chofer, edecán en estas lides, se niega a continuar y nos desviamos hasta el centro comercial Paseo Las Mercedes. No está mal la alternativa, ya que puedo aprovechar para comprar un libro en El Buscón e ir al cine a ver Hermano. Entre las dos actividades pondré en práctica el espionaje al conversatorio ajeno.

Dentro de la librería persigo a varios compradores pero, nada, negativo. Ninguno parece tener ganas de conversar sino de hurgar entre el montón de libros apilados sin orden o concierto en los mesones.

Salimos de allí con el libro que buscaba, y otro más que se me atravesó en el camino, dispuestos a comprar las entradas para la película y pasar a la fase tres de la misión.

Una mirada a la sala de espera y veo dos puestos desocupados al lado de una pareja que conversa. Está ideal. Cual pantera rosa me acerco con sigilo y me siento a un costado, libreta en mano, dispuesta a transcribir lo que la joven de pelo caoba, piel que no confiesa edad y blusa de encajes blanca transparente, le está diciendo al pelinegro de jeans raidos.

—Terminado, terminado desde abril a mayo. Era una relación adulta pero acabamos como….

En este punto la voz se pierde entre el ruido de la gente que espera para entrar al cine y el que hace la comedora de cotufas que está justo al lado izquierdo de mi espiada. La confidente continúa.

—Yo se le dije a mis hermanas, ¿entiendes? Si tú dices que no, es no…tú sabes, muchos quisieran tener una relación de pareja, familiar…pero….

El escucha, con su camisa morado nazareno, está a mis espaldas, y parece que se engulle las palabras de ella, porque a mí no me llegan sino frases masticadas.

—Le pedí perdón, pero soy un ser humano… ¿O no? Lo que pasa es que él es muy absorbente. Te voy a decir una vaina, Javier, yo…

Aquí la frase queda truncada porque le suena el celular a ella, la incógnita que espío. Tras colgar, sigue:

—Ahora sé que es bueno también estar sola. Fíjate que eso me ha hecho pensar que no estoy preparada. Es cuestión de convivencia, porque, coño, el hecho de que yo aguantara….

Y la retahíla de argumentos que siguen se pierden entre los saludos de un trío que conversa de pie junto a nosotros. Sólo alcanzo a escuchar como Javier, muy a lo confesor, con una voz calmada, por primera vez le responde:

—No es así, no es así.

Ya abren las puertas de la sala 2 y la pareja se levanta.

Nos quedamos con la curiosidad sin satisfacer. Eso de ser espía no es tan fácil, necesita de perseverancia y entrenamiento.

MARFIL

Hace unas semanas me sucedió algo que convirtió mi premolar superior derecho en un objeto.


Mientras flirteaba abierta y directamente con un hombre alto de ojos inquisitivos, y sorbía los últimos restos de una magnífica cuba libre preparada por un legendario bartender del extinto Altrote --que, aún en su gotafinis felicitas, conservaba un balance perfecto entre un buen ron y el justo toque de limón y amargo--, en medio de un batir de pestañas con mucho rimel fui presa de mi frenesí y en un típico gesto de inseguridad decidí empinar el vaso y morder un hielo.

¡Crac! En un segundo mi premolar transmutó en motivo de alarma, y luego de vergüenza y reflexión, volvióse un objeto indicativo de decadencia. Esa conciencia, en lugar de catapultarme lejos de ese lugar de jolgorio, me hizo pensar en el tiempo como un torbellino, en mi deseo como una urgencia, y salí, dos tragos y menos de una hora más tarde, rumbo a la cama del tipo alto, cuyos ojos enrojecidos ya no eran inquisitivos, sino hambrientos.

Al día siguiente, estuve todo el día en el acto de pasar la lengua por el sitio en cuestión, pensando en el cuento de Pedro Emilio Coll. El gesto que al niño del cuento le daba fama de inteligente a mí no me otorgaba nada interesante, sino más bien vulgar. Sentí la pérdida como el preludio de lo inevitable, como un signo, menos visible pero más claro, del comienzo de una etapa que nada me alegraba.

Cuando tenemos hijos, celebramos de igual modo el nacimiento del primer diente de nuestros retoños que la pérdida del mismo anunciando otra etapa de su vida. Los dientes se vuelven objetos: indicativos de madurez, de estatus, de fuerza. No en vano unos alargados caninos han otorgado a más de un guión mediocre un éxito avalado por toneladas de adolescentes deseosos de ser mordidos.

Acudí al dentista dos días después, sólo para que además de ser físicamente torturada me afirmara algo que presentía: que había perdido aquella muela y que debía ser sustituida por una corona. Ese diagnóstico fue devastador, tanto para mi bolsillo como para mi autoestima.

Toda esa semana me la pasé de farra en farra, dos veces vi salir el sol con el mismo tipo alto, cuya expresión era ahora de suficiencia, sin que aquello, más allá de una diversión pasajera, me otorgara ningún tipo de consuelo; todo lo contrario, eso reforzaba mi sensación de ir en picada. En ese momento recordé al personaje de Bram Stoker versionado tristemente por Raúl Amundaray y me imaginé saliendo del dentista con un diente postizo, una capa y con ganas de morder a alguien.

Pensaba en los dientes como trofeos; mi padre tenía uno de un tigre mano gorda que mi abuelo Pancho había cazado en una mata del Cunaviche por los años cincuenta. Pensaba en todos los elefantes que murieron para que sus grandes colmillos de marfil adornaran la sala de cazadores occidentales, cuyo modo de vida civilizado los ha desprovisto del rito tribal de la hombría y del conocimiento de lo que es cazar para comer, y les ha proporcionado las armas y el dinero para acabar con todos los animales de dientes grandes, peligrosos o no.

Un diente no es un objeto y tiene vida, su aparición y crecimiento es indicativo del ciclo vital. Mientras las perladas piezas permanezcan en las fauces de sus dueños son sinónimo de juventud y de poder; fuera de ella, sólo son signos de muerte o de su cercanía.

Muchos días después de mi pérdida primeriza, la preocupación no me abandona y he asistido a más cócteles, fiestas y convites que en todo el resto del año. En este ciclo olvidé muchas cosas, o las quise pasar por alto; busqué el amor en donde sabía que no estaba, y el placer se niega a que su sabor se quede en mi boca.

Y como es más fácil evadir que aceptar, sobretodo aquello que no se puede cambiar, decidí culpar a mis muelas por mi falta de juicio.

EJERCICIO DE FICCIÒN SOBRE DOS FOTOGRAFÌAS

El ejercicio fue así:
Observa bien esta foto y esta otra. Mira todo, busca los detalles, curiosea. Fíjalos en tu mente como otras dos fotografías. Y ahora imagina (es la única oportunidad en la que haremos ficción durante el taller). Imagina que ese señor es el dueño de ese cuarto. Pon a ese señor en su contexto íntimo: su habitación, una que a simple vista no se le parecería. Con esos elementos, esos datos –que son muchos– escribe una escena. La idea de este ejercicio es que puedas aplicar esta curiosidad, esta capacidad de observación y esta imaginación (sin inventar) en tus crónicas. Que puedas enfrentarte a los contrastes de los personajes. Que vayas más allá en la reportería y seas tan capaz de sumergirte en la historia y en sus protagonistas que te dejen ver su cuarto: su vida. La idea es que pienses en eso para hacer escenas --o capítulos-- que vayan hilando tu texto y lo conduzcan a buen puerto. Al destino que todo autor desea: que el lector se quede hasta el punto final.

Sandra Lafuente Portillo 

* * *

A José Augusto Márquez, hijo natural de puerto y de muelle, le convino la bandera italiana de aquel tanquero fugaz.

La madre de José Augusto Márquez lo montó en otro tanquero y le dijo: José Augusto, no hagas lo que tu padre. No te hagas el musiú . Hazte hombre y busca fortuna para que nos saques de Punto Fijo.

Así José Augusto Márquez, con un solo apellido y acento de península, buscó norte y consiguió, después del tanquero, un crucero. Allí fue ayudante de cocina, lavandero, camarero y finalmente actor de revista musical.

¿Quién lo vio?

Nadie sabe con precisión, pero dos años después José Augusto Márquez hacía un pequeño personaje en una película de Scorsese, Goodfellas.

De esos días para acá no le cuesta entrar en el personaje de mafioso italiano, le cuesta salir de él.

José Augusto Márquez es hoy en día Joe Marq, nominado dos veces al Oscar, y de destacada carrera cinematográfica al lado de los grandes.

Hoy en Actores y Casas, conoceremos las intimidades de Joe Marq, sus espacios.

Hoy saldrá de personaje, hoy veremos de qué va la vida solitaria de José Augusto Márquez, hombre de puerto y de muelle-

Roberto Mata

* * *

HISTORIA DE OTILIA

Argimiro, como todos los días, se levanta a las seis de la mañana, acomoda la cama tal
cual como a Otilia le gustaba, como esos cuartos de hoteles, bien estirados. Y, de guinda, el peluche de oso blanco que le había regalado a la única nieta que conoció Otilia, en su última navidad.

Argimiro pone los cuatro cojines navideños en el mueble de lectura de la habitación. Nunca los quitó, siempre fue navidad. Las flores artificiales que dejó Otilia en el espejo de la peinadora, y que nunca le gustaron a Argimiro, permanecen intactos. Ya no le incomodan.

La personalidad de Otilia fue jovial, coqueta, mandona. Argimiro, por el contrario, era más serio, pero obediente, enamorado. Otilia llevaba la batuta.

La peinadora la mantiene con los mismos frascos de belleza de Otilia, cada crema para el cabello, los ojos, el rostro, el cuerpo, los perfumes, todo, todo la hace presente, desde su partida para siempre en diciembre del 84.

Él sigue solo, a pesar de su buen porte y sus aires de caballero y buena persona, los sombreros y las corbatas de todos los días.

En muchas ocasiones, Argimiro se sienta ante la peinadora, destapa las cremas y sus recuerdos florecen, le brillan los ojos. Otras veces abre el viejo armario de madera que hacía juego con todos los muebles del cuarto, con esos relieves antiguos, y acaricia una y otra vez los vestidos de gala, la ropa casual, de picnic, las dormilonas de seda de Otilia traídas por su hijo mayor del París señorial.

Argimiro vive solo. Una vez por semana, una señora le hace la limpieza del hogar, menos su cuarto. Él mismo, religiosamente cada martes, limpia con cuidado cada rincón. La mesita de noche de su lado está vacía como él, en la de ella sigue el pañuelo que Argimiro mojó el día en que se despidió de su amada Otilia.

Maripili Salas

* * *

SU CUARTO

No me da pena. Sí, sé que en la cama hay un peluche pero es que en nuestro cuarto ella era la reina y yo un simple plebeyo. Cómo podría pensar en quitar parte de sus frascos del tocador para colocar mi sombrero, o cómo ensuciar con mis botas su alfombra color crema. No. Ella me permitía entrar en su mundo y yo lo hacía desnudo. Todo lo que me denunciaba, hasta la corbata de cuadros que tanto le gustaba, quedaron fuera. Dentro de su cuarto yo me sentía rey. Ahora que no está, sus cosas me la recuerdan; siento que me sigue acariciando.

Joaquìn Pereira

* * *

EL SANTUARIO DEL ABUELO
Pocas veces el abuelo me dejaba entrar en su santuario. Estaba todo tan en su sitio que quizás temía que yo lo desordenara. Cada mueble me lucía como si no lo usaran. El sofá de dos puestos tapizado en claro, la mesa cuadrada al frente de donde seguro él no posaba los pies para descansar, como sí lo hacía en la que estaba en el porche. La peinadora de la abuela llena de sus cremas y potingues que hacían que siempre brillara su piel blanca.

Un día me escapé del cuido de mi abuela y mientras ella le daba el beso de despedida en la puerta a mi abuelo y le alcanzaba su sombrero que él siempre se terciaba de medio lado, aproveché para entrar a su cuarto. Me atreví a subir a la cama, que me pareció del tamaño del corral de las gallinas que estaban en el patio trasero, y salté varias veces. Después dejé mi peluche allí.

Abrí el closet que olía a recién barnizado y descubrí decenas de corbatas, casi todas a rayas, igual a la que vestía mi abuelo esa mañana de mi incursión. Había más pantalones alineados que trajes de la abuela. Ella guardaba su ropa en un cuarto anexo que le servía de vestidor.

La luz tenue salía de dos apliques detrás de la cama. A mí me gustaba ese color melocotón que tenían las paredes. En eso mi abuela había impuesto su opinión como pocas veces lo hacía, al igual que con los cojines de flores que estaban sobre el sofá. Ella misma los confeccionó y hasta bordó algunos de ellos.

Veinte años después he vuelto al mismo cuarto. Ya los abuelos no están y la habitación ahora parece otra. El aroma que salía de los inciensos que la abuela prendía hace tiempo que se disipó.

Por momentos me pareció ver la figura del abuelo que se dibujaba frente al closet, sacaba su pantalón negro, tomaba una corbata y la ponía frente a sí.

Por más que busqué, en ninguna parte encontré su sombrero.

Ileana Hernàndez Grillet

* * *

A Manuel, el más Quiroga de todos, el hijo menor, el resto de sus cinco hermanos lo había excluido del testamento con la excusa de que era medio tonto.


--No se va a dar cuenta entre un millón y mil-- comentaba Alfonso, gordo y estropeado por las calorías de las rosquitas.

El cuarto, que se había convertido en su cuartel de invierno, era de niña, en realidad de mujer, de la Magdalena, su hermana la del medio, pero la más grande para él. De ella siempre estuvo secretamente enamorado, porque Manuel vino a convertirse en una especie de maldición para la familia, desde su nacimiento las cosas empezaron a salir mal. El negocio cayó, los amigos se alejaron.

Magdalena lo protegía y lo trataba con especial cariño y complicidad: colcha, teta, agua, malo,

--¿Puedo dormir al pie de tu cam,a Maga? Solo un rato después me voy con los gatos.

--Ahí en el sofá puedes dormir un ratico hasta que se te espanten los malos sueños-- decía ella magnífica.

(Entonces me quedaba quietecito al pie de la cama y cuando se dormía después que rezábamos juntos el padre nuestro, empezaba mi fiesta. Me levantaba despacito y me iba hasta su cómoda y de punticas tomaba la crema del frasco marrón .“Seré tonto, pero no me voy a arrugar como pasa”, pensaba, y me untaba la de flores, la que me gustaba.

Magda me prestaba su oso de peluche para que me cuidara. A su novio, luego su esposo, no le gustaba que nadie rozara su piel de flor de avena. Ella me prestaba su osito para que me cuidara cuando venía el susto ese que me hablaba de debajo de su cama, desde las puertas del armario con la voz de los muchachos de la escuela: “¡Tonto, tonto, saquen al tonto!”).

La bola de acero estalló contra la casa Del Valle 20 y 9 y derribó la pared principal, la de la sala.

--¡Señor Quiroga, salga de ahí vamos a derribar la casa!”, gritaban los funcionarios de la alcaldía.

--No ,que no salgo ¡Váyanse, Magdalena está por volver!

El segundo remezón de las columnas tiró abajo el tiesto con la planta que Manuel, el más Quiroga de todos, nunca pudo regar.

Todo estaba lleno de polvo y humo. Manuel tosía pero no cedía. Tomó al oso de peluche, lo que quedaba de él. Y trepó al sofá, su última trinchera. Gritó con todas sus fuerzas mientras intentaba conservar el equilibrio.

--¡Váyanse, dije. Maga está por regresar. Voy a rezar para que me dejen estar!

--¡Está rodeado!-- gritó una voz más fuerte que el director de la escuela--¡Salga!

"Manuel, tranquilo, los sueños malos ya se fueron", escuchó en el mismo momento en que el gran armario heredado de su abuela Ana, aquel de caoba fina donde tanto le gustaba esconderse, le fracturaba el cráneo apagando su oración.

Hacía dos meses que habían cortado la luz. Cubierto por una tela hecha jirones, lo encontraron con su sombrero, aquel que le regalara Magdalena uno de los pocos domingos en los que salió de paseo.

Yoyiana Ahumada

lunes, 12 de julio de 2010

[El inicio] Tucupido: El Roswell venezolano

Por Joaquín Pereira

- ¡Coño, qué fue eso!
Eran las 4:30 de la tarde del sábado 18 de julio de 1998.
Las señoras dejaron de rezarle a San Isidro – el que quita el agua y pone el sol-, los hombres detuvieron en el aire el rítmico subibaja del vaso de aguardiente que los animaba.
- ¡Coño, qué fue eso!
Un objeto extraño cayó del cielo cerca del pueblo de Tucupido, en el estado Guárico, conocido como “el granero de Venezuela”.
--
Foto: http://1.bp.blogspot.com/_NapMEF6PKIY/SDwIPaCNX1I/AAAAAAAAAlo/6oHN4TrIlXg/s400/meteorito1.jpg

miércoles, 7 de julio de 2010


Los martes y jueves de 4 a 5 de la tarde, sin salir de Caracas podemos hacer un viaje de miles de kilómetros imaginarios y visitar una civilización tan interesante como misteriosa. Es la mezquita Sheik Ibrahim. Aprovechando la cercanía al terreno del proyecto que se desarrolla ahora en la oficina, acepto la invitación para viajar que me hace su esbelto y blanco minarete.

La mezquita se encuentra en una zona de Caracas con una cierta atmosfera de incertidumbre. A pesar de la importancia indudable de los edificios que allí encontramos --la sede de la Orquesta Sinfónica Juvenil, el Colegio de Ingenieros, la Casa del Artista-- de su inmejorable ubicación, cercana al metro, a la avenida Libertador y al parque de los Caobos, y un mantenimiento bastante aceptable, la soledad es la que domina. Con la sensación de inseguridad que eso implica en Caracas. Pequeños grupos de consumidores de droga y alcohol me refuerzan esta sensación. Cuántos buenos lugares, cuánto potencial, cuánta ceguera en Caracas, pienso en ese momento.

Después de rodear las altas rejas, encontramos la pequeña puerta de acceso al templo, custodiada por un vigilante privado, que entre amable y sorprendido nos deja pasar a recepción. Adentro, y también amablemente, nos reciben dos jóvenes, que nos interrogan brevemente por el motivo de la visita. Solo se me ocurre improvisar un pequeño discurso sobre mi condición de arquitecto y mi curiosidad por este singular edificio. Uno de ellos nos explica sin mucho entusiasmo la historia de la edificación. Construido en 1992, durante el gobierno de Carlos Andrés Pérez, simboliza los lazos de unión de Venezuela con los países árabes. También nos recuerda el joven que no existe un solo tipo de mezquita, cada una responde a las condiciones del lugar, por la cual ésta se construyó en concreto armado, muy toscamente, me digo para mis adentros.

Luego de esta introducción, le piden a mi hermana que se ponga una túnica verde que la cubre de pies a cabeza; ella acepta la solicitud sin complejos, ya después nuestro joven guía marroquí nos explicará, con gracioso acento, que el motivo de esta regla no es ningún misterio, se trata de evitar “distracciones” en un lugar dedicado a la meditación.

Nos descalzamos antes de entrar al recinto (para no contaminar el espacio con las suciedades del exterior, como reza la tradición). Una vez allí nos encontramos con un solo gran espacio cuadrado, muy limpio y sencillo, no muy impresionante, excepto por la gran cúpula y una enorme lámpara colgante traída de Egipto.

El piso todo alfombrado está lleno de líneas blancas paralelas que indican la disposición en la cual cada creyente se puede arrodillar sin molestar a los demás. El recinto está dividido por una mezzanina, protegido por una bonita celosía de madera. Nos explica el guía que arriba está el sitio de oración reservado a las mujeres, esta separación por niveles también evita las distracciones. A mí me convencen, mi hermana ríe.

“La vida es muy corta, no pierdas el tiempo viendo el techo mientras viajas en metro, toma un buen libro, escucha música, habla con el del al lado”. ¿DE QUIÉN ES ESTA CITA?

La conversación rápidamente transcurre entre las particularidades de los rituales, las bases de la religión, sus vínculos históricos con el cristianismo. (Jesús es considerado uno de los grandes profetas, según el Corán), pero siempre recalcando su firme convicción de que la verdadera religión no está en complejas abstracciones, sino en la capacidad de cada persona para poder contemplar y agradecer la gran creación de Dios aquí en la tierra. Una bella lección, llena de sentido común y capaz de trascender tantos prejuicios y diferencias culturales. Todo un viaje.

Cajeros

Cajeros. Hace solo una generación parecían más un objeto galáctico lleno de luces y botones, que uno cotidiano y familiar. Incluso para muchos todavía lo es. Quizá hasta podríamos anunciar su pronta desaparición con todos los nuevos instrumentos para hacer transacciones (banca electrónica, puntos de venta) pero no podemos negar el papel que ha jugado este curioso objeto en la cotidianidad de nuestros días.

Azorados, pulsando cada uno de los botones, víctimas de una cuenta regresiva y de la paranoia por algún indiscreto observador; recordando en un plano imaginario de la ciudad cual es el más cercano (y más seguro); mentándole la madre si por alguna razón nos impide obtener nuestro dinero (clave inválida, en este momento no podemos realizar la transacción); ayudándonos a continuar la noche de farra gracias a su conveniente ubicación y horario (esté donde esté el banco tal estará con usted); o simplemente dejándonos varados en algún lugar del extranjero, condenándonos al limbo, por alguna disposición cambiaria que nos impide acceder al fruto de nuestro trabajo.

Cajeros, en apariencia, frías e inanimadas máquinas, que un día pueden ser maquiavélicas herramientas de un poder opresor y otro día ángeles salvadores, todos tenemos alguna anécdota alrededor de estos aparatos escupe billetes.

El miedo es un perro negro

Miedo: el perro negro que en cualquier momento tira a morder pero no existe. Enfilo por la avenida principal de Chuao. Sabiendo que voy a llegar a la Roraima, la calle del consulado. Que ironía, sigo pensando, qué digo pensando, hablando en voz alta, para mí misma, para distraerme y no pensar en el perro negro que en cualquier momento tira a morder pero no existe.

Pienso que en 1993 fui a la Gran Sabana por primera vez, y en otro de los disloques a los que pertenezco. Yo que no estoy pasada por las aguas bautismales, me postro y reverencio ante la huella de Dios al topar con el Roraima. Ni siquiera imagino qué clase de orgasmo cósmico puede ser treparlo, horadarlo con mi huella. Apenas falta una esquina y luego cruzo a la izquierda, sacudo la mano del reloj, para apuntar certezas de que es ciertamente la izquierda. Leo en los cartelitos de metal que me nombran las esquinas, Roraima. He llegado, conozco tan bien la calle, he ido tantas veces, y me siento perdida.

Saco mi libreta de apuntes donde mi amiga Lucía García, psicóloga gestalista, me anotó y subrayó en amarillo: “El miedo es una emoción inherente y necesaria en el ser humano, es el que nos hace estar alerta y defendernos de cualquier peligro”

Estaciono el carro a una distancia prudente, de manera que desde el punto de mira de aquel que está de pie en la quinta Marina (¿alguna vez leí el nombre?) no pueda precisar desde donde vengo. Descubro una parada estratégica para ver la quinta, pero decido regodearme en una mata de mangos, cargadita: hay verdes para cocinar, otros no tanto como para hacer el ceviche de mango pintón, maduritos como para que corra el jugo por el antebrazo y después uno así escondido le pase la lengua. La voz de mi amiga me saca del enmimismamiento.

Vuelvo a sentir el perro negro.y la voz de mi auxilio gestalista: “Es dañino cuando nos paralizamos por el miedo, y normalmente es porque nos hacemos fóbicos a sentirlo. Imagínate viviendo sin miedo a los ladrones, a los precipicios, a los leones, etc,,etc,”

Respiro hondo y me digo es sencillo: “Buenos días, compañero. Vengo a solicitar información sobre el grupo Maceítos de Venezuela”. Estoy a una cuadra y el hombrecito que antes fue compañero tiene cara de desconfianza. Desde mi cerebro reptil, ese que me protege, me envían una señal. Mi cuerpo enmimismado con los olores del mango, se vuelve contra mí y no obedece. Estoy rígida y sudo fróo. No, no puedo darme el lujo de exhibir la hipotensión de 11,8, qué espectáculo, de ninguna manera. ¡Vete de aquí, perro negro!

Recuerdo el himno que aprendí en el primer viaje…y la frase más emblemática: “Y las tropas mercenarias/ apoyadas por los yanquis/ no pudieron vencer la revolución…” Media cuadra y la quinta que reza “Se dictan clases de danza y yoga” se convierte en un santuario de verdad; el sistema límbico es incontrolable. Evoco el capítulo segundo del cuadernito publicado por la editorial de Ciencias Sociales en la ciudad de la Habana. ¿Qué debe ser un joven comunista? Perteneciente al libro el Che habla a la juventud, souvenir que repartieron durante la edición del XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. La media cuadra se me alarga, es tan breve la distancia entre la casa donde hacen danza y yoga, y mi próxima parada, la quinta Marina. He venido apertrechada, junto al cuadernillo he traído, como dicen en el argot, clasificada la información que me da la vara alta, quiero decir aquella que me acredita como perteneciente y fundadora de Los Maceítos de Venezuela.

Medio oculta, aunque el vigilante del consulado no parece estar pendiente de mí, me digo “Ese compañero no tiene idea de quién era Maceo” Yo puedo hacer labor pedagógica y explicarle que fue un mambí, más o menos como Simón Bolívar, quiero decir un héroe revolucionario, el Titán de Acero, uno de los grandes del siglo XIX, que además fue hijo de Mariano Maceo, que era venezolano.

Podría comenzar diciéndole, “Compañero vigilante, ¿usted no conoce la Brigada Antonio Maceo, a la cual el compañero Silvio Rodríguez le dedicó una canción? Mire, le explicaría, “Hay un mártir, Carlos Muñiz Varela, que asesinaron el 28 de abril de 1979, tenía 26 años, un año antes del primer viaje del Primer Contingente de Maceítos a Cuba. Por eso nos fundaron, o sea para irnos preparando, primero somos itos, y luego pasamos a las grandes ligas, a las de la Brigada”.

Brigada Antonio Maceo, que debía llamarse Brigada de Mambises Valientes Antonio Maceo. No, lo de Valientes es redundante, todos los mambises son valientes, dice el libro Hay que pensar en el futuro, en el que una pionera llamada Tania lo cura todo con una medicina, panacea llamaban los griegos, el rojo.

El perro negro otra vez, pegado al pantalón. Ya solo me distancia una casa amarilla, que el día de la toma de la embajada, de la quinta Marino, apenas entró al tiro de la cámara. Me provoca tocarles la puerta y preguntarles si hacen ruido, cuánta gente entra y sale. Me acerco, me arrepiento.

Pienso mejor en explicarle al compañero que el papá de René Pérez, el líder de la banda Calle 13, que dio un concierto en La Habana con Juanes, Miguel Bosé y Giovanotti, empericado hasta el ombilico del mondo, el que echa dedo cuanto canta y pone hocico de perro rabioso, era amigo de Carlitos, al cual según los reportes asesinó la mano invisible del capitalismo salvaje, que encarna la reacción del exilio cubano. Un carro lo embistió por detrás, una ráfaga lo dejó en estado total de confusión, una de las balas le entró por la cervical, perdió el control, el carro se estrelló contra una cuneta, el asesino se bajó y le disparó en la frente. René Pérez es mi coartada con sus franelas de Carlos Muñiz Varela, que es como Antonio Maceo. Pienso que es de muy mal gusto eso de ponerle a un grupo de cinco niños, que apenas si rozaban la adolescencia el, nombre de un mártir al que ziquitrillaron a tiros. El caído fue el fundador de la Brigada Antonio Maceo, y de la agencia de viajes que permitía el visado y el arreglo de los papeles.

Lo mataron, señor compañero, digo, señor camarada, señor funcionario. , cuando promovía los viajes de Puerto Rico a Cuba. Como nosotros, era un agente de turismo, para que la gente fuera a Cuba y no perdiera contacto con sus raíces y las nuevas semillas. Casi cuando estoy a punto de franquear mis dudas, y ya le he dado una soberana patada al perro negro, una camioneta negra y blindada zumba como el proyectil que le cegó la vida a Carlos Muñiz Varela. De ella descienden dos hombres muy fuertes con lentes oscuros que se lanzan a tomar la calle y vienen guardando las espaldas de otro bajito, regordete, con una guayabera color marrón no tabaco, no oscuro, marrón meconio, que me programa en los años 70. Se deslizan y el vigilante se tensa.

Me freno en seco, y el perro negro viene hacia mí, con más rabia, babeante. Apenas con un hilo de voz, que empujo desde el diafragma para hacer mi presentación como la encarnación de los gloriosos maceitos. El compañero vigilante, en swing habanero, dice: “Por hoy no se recibe más gente”. Muy nasal y con la e en el cielo del paladar. “Por hoy no atendemos más genteeeee”. Me doy media vuelta y de regreso a mi carrito me topo con el mango para hacer mi ensalada.

viernes, 25 de junio de 2010

Sala de espera

La contestadora deja oír su mensaje con un tono de voz con acento indefinible entre argentino y uruguayo: Nuestro horario de trabajo es de 9 a 12m y de 2 a 6 p.m.....No damos cita. Acérquense hasta el edificio... La voz continua con las señas de la dirección y finaliza con un amable: Estamos para servirle.
Al llegar al sitio, sobre la puerta cuelga un letrero que desafía cualquier temor a la inseguridad o delincuencia : Toque el timbre que será atendido.
La orden es cumplida y la puerta se abre dejando ver a una mujer treintona, de buen ver, quien viste unos pantalones por debajo del ombligo que piden a gritos auxilio para no sufrir el riesgo de caerse.
La sala de espera de menos de 15 metros cuadrados, iluminada con luz artificial en plena restricción, tiene seis sillas alineadas frente a un televisor de 19” que invariablemente en estos días transmite un partido de fútbol, ésta vez de Argentina contra Grecia. La única silla disponible hacía tiempo que debía haber visitado a un tapicero: su relleno se sale por los bordes como lenguas de algodón que se burlan de los presentes. En una pared un afiche de Botero muestra una de sus reconocidas gordas, con un cigarrillo en una mano y en la otra recibe de una mano que sale de los bordes del cuadro un fajo de billetes. Ya aquello da una mala espina, al igual que el otro afiche de una supuesta diosa hindú cuyos ojos estrábicos se debaten entre mirar al televisor o a un joven con el pelo ensortijado y lentes a lo Jhon Lennon, que al igual que los otros cuatro, esperan con cierta ansiedad.
No se sabe bien si la ansiedad es por ser atendidos por la vidente o por el resultado del partido que se celebra en el otro confín del mundo.
Dos puertas visibles desde la sala, permanecen cerradas y a través de una de ellas se oye una música de campanitas y voces en polifonía vocal que pretenden dar al ambiente un aire ficticio de meditación. Sobre la mesa de centro, tres figuras dominan la escena: un Buda dorado y sonriente, una bandeja con pétalos de lo que alguna vez fueron rosas y un cartel que subraya por un lado No fumar, y por el otro la propaganda de un taller mecánico.
En casi cuarenta y cinco minutos, (lo que dura el partido en su primer tiempo), nadie es llamado a transitar por el pasillo que conduce al cuarto de consulta. Las revistas que en desorden están a un lado de la silla enferma, no son sino ejemplares caducos de Estampas o Todo en domingo. Nada que leer.
Al fin sale por la retaguardia una mujer con uniforme ministerial que va directo donde la treintona, coloca 50 bolívares en un bol de vidrio y con una media sonrisa le dice Hasta pronto.
—Que pase el próximo anuncia - sin ningún entusiasmo- la dueña de los pantalones equilibristas.
— ¿Cuánto tiempo falta para que me atiendan? — se oye preguntar a una morena adolescente, pero ya embarazada.
—A este paso serán como dos horas. Es que hoy no sabíamos que iba a venir tanta gente.
En vista de que la vidente no pudo prever ese detalle, la futura madre opta por retirarse y yo tras ella. Seguro estaría más interesante lo que ella me podría decir mientras bajáramos los ocho pisos sin ascensor que lo que vería en la sala de espera.

Anillos de amor

Estamos rodeados de cosas que pueden ser utilitarias, de simple adorno, feas o hermosas. Objetos viejos, recién comprados, odiados, que nos dan satisfacción, que nos ayudan. Que se vuelven alegres o nos entristecen. En fin, cualquier adjetivo le puede ser agregado pues de seguro se le adapta a alguno de ellos. Sin embargo, muy pocas de las cosas de nuestro entorno o que llevamos con nosotros tienen implícitas una historia de amor o perduran en el tiempo ligados a hechos que los hacen memorables o imperecederos.
En Enero de 1939 Rodolfo, un maracucho y solterón empedernido, sucumbió a la sonrisa fácil y la alegría contagiosa de Susana y le ofreció en prueba de lo que iba a ser su amor eterno: un anillo de compromiso. Fue hecho con oro proveniente de las minas de El Callao y a ella sólo se lo separaron de su anular, treinta y cinco años después, al momento de su muerte. Fiel a la promesa que le hiciera en la Iglesia de San Juan y que Rodolfo cumplió con verdadera devoción durante todos los años que la sobrevivió, quedó el compañero de ese anillo, luciendo su constancia anudado al recuerdo de la esposa ausente. En 1985 a la muerte de Rodolfo se reencontraron los aros en un estuche azul. Ya el tiempo y su continuado uso habían desvanecido las inscripciones internas de los apelativos cariñosos con el que solían llamarse mis padres y primitivos dueños “Susy y Rody”. Pero sabía que ese mismo tiempo no había podido borrar el legado de un amor que no conoció el olvido.
Ocasionalmente el estuche era abierto y la fantasía volaba en mi imaginación. Quizás los dos aros al estar juntos de nuevo recordaban las fatigas y los momentos de lucha. O por el contrario acunaban a alguno de los cinco hijos de la pareja. Tenerlos en las manos me hacía añorar la llegada de un amor que traspasara el límite del tiempo, que se prolongara por muchos años aunque la pareja se quedara fracturada por la muerte.
En 1990 llegó el momento de liberar a los aros de su encierro dentro del estuche azul. Esta vez las palabras amor y promesa fueron, no dichas como juramento en una Iglesia, sino escritas y firmadas ante los hombres. Han pasado casi 20 años y los aros aunque ahora tienen grabados sobre los desvanecidos nombres dos nuevos “Ileana y Gustavo”, aún me lucen como juncos plantados a la orilla de un río, cuyo caudal me trae el rumor de las palabras de amor que siempre escuché, limpias e inmensas, en boca de mis padres.

El garaje

Entré en penumbras al garaje. A veces los lugares nos revelan sus secretos cuando están a oscuras. Al traspasar la puerta lo primero que uno advierte es el olor a humedad, a pintura vieja, a friso expuesto por el efecto del tiempo y las condiciones del clima, a polvo que se ha instalado sobre las cosas guardadas y se niega a dejar de estar allí. El polvo lo cubre todo, lo ambienta todo. Polvo hecho de esporas de hongos, especialistas en aprovechar el más mínimo contenido de agua en el aire, de pintura descascarada, polvo de cemento a punto de desprenderse de la pared y polvo del tiempo.
Al entrar es inevitable fijar la mirada en la pared del fondo, de unos cinco metros de ancho por tres de alto, allí es donde el friso se está cayendo. Delante de mí, frente a la puerta, hay un armario de madera que no cuadra con el resto de las cosas. Aunque no es nuevo, luce como si lo fuera debido al destello que despide su superficie barnizada y, aunque sus puertas corredizas no lo estén, lucen libres de polvo.
La profundidad completa del garaje, desde la pared al fondo —la que se cae— hasta las puertas de madera es de unos siete metros, pero hay un panel de unos dos metros de alto que divide en dos el espacio. El cuarto de la parte anterior es algo más pequeño que el de la parte posterior. Las puertas del garaje nunca se abren, quizás se abrieron alguna vez cuando los carros de la casa se guardaban allí pero desde que el garaje es usado como área de servicios y depósito esas puertas están cerradas y al garaje se accede desde la casa por una puerta lateral. En el cuarto a la derecha hay una mesa de planchar, dos neveras, algunos estantes. Pero “el garaje” está hacia la izquierda al pasar una puerta en el panel divisorio, de unos sesenta centímetros de ancho.
La luz del mediodía se cuela por las rendijas de las puertas de adelante y permite detallar algunos objetos que reflejan la luz: botellas de vidrio color ámbar usadas para contener productos químicos y botellas de cristal que alguna vez estuvieron llenas de licor; otros objetos destacan debido a su ubicación en la parte de arriba de los estantes que bordean las paredes, la luz los ilumina tenue pero directamente, y algunos objetos destacan por su tamaño como una silla de extensión, la caja del súper Betamax y una colección para aprender a hablar, escuchar y escribir en inglés de forma autodidacta de Selecciones del Reader’s Digest.
Todos estos objetos tienen su historia pero no son los que estoy buscando. Los verdaderos tesoros del garaje no se han dejado ver, al menos en esta oportunidad. La próxima vez habrá que encender la luz.

Ojodepescado sobre mi mesa de cronista



Joaquín Pereira


@kinjote

Se supone que en este ejercicio debería escribir un texto donde presente una visión de 360° de un lugar. He decidido mostrarles esta mesa donde - sobre todo en las noches cuando rindo más- redactaré la historia de una cosa que cayó del cielo y que impresionó a los habitantes de un pueblo del interior ya conmocionados por la intempestiva salida de su párroco, el padre Jhonny Tesare, por supuesta pederastia, aunque no se le comprobó.


Como para ganar ánimo preparo un café mientras hago esta especie de inventario de datos recolectados en varias incursiones de la investigación sobre el tema. El olor no es tan bueno como nuestro aromático Café Madrid pero supera al Fama de América post-expropiación del gobierno. Es un café que traje de Ecuador en abril cuando fui a recibir un premio de fotografía otorgado por el Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer. Una foto que me sirvió para conocer la mitad del mundo y disfrutar ahora de un estupendo café.


Estoy escribiendo en mi laptop Sony Vaio serie FE modelo PCG 7R2L que pude comprar gracias al premio de fotografía que me otorgaron en Ecuador. Es igual a una que tuve hace dos años y que me robaron de un apartamento en la urbanización Santa Mónica, en uno de mis intentos de sobrevivir de forma independiente en la capital de Venezuela. Me gusta que mi computadora se llame FE, palabra que ayuda a caminar cuando el dinero escasea.


La laptop descansa sobre un mantel blanco bordado por mi madre, María da Conceicao De Gouveia Pereira de Camirra, antes de salir de su natal Madeira, isla conocida como la perla del Atlántico y que proporcionó la mayor cantidad de emigrantes portugueses que arribaron a Venezuela, la mayoría con una mano adelante y otra atrás, según refiere Antonio de Abreu Xavier en su libro Con Portugal en la Maleta. Es una historia que conozco desde niño gracias a los relatos de mis tíos de cómo tuvieron que venir antes de cumplir 18 años para no ser enviados a la guerra en Angola, una de las colonias portuguesas en África. Los colores de las figuras bordadas en el mantel aún siguen brillantes pese a los años y el uso: amarillo, rojo, verde, azul…; hay flores, gallos, niños, bailarinas…


Mientras escribo decido conectar a la laptop mi iPod Nano para que se cargue. Me lo gané en una rueda de prensa en la ya extinta Radio Caracas Televisión realizada con motivo al estreno de una telenovela inspirada en la obra de Rómulo Gallegos La Trepadora. Es curioso como siempre cuando escucho música en mi iPod recuerdo a la actriz Norkis Batista, protagonista de la telenovela, que se atrevió a decir que no había leído la novela de Gallegos y que no pretendía hacerlo: aumentar el tamaño de los senos pareciera valer más que mejorar la cultura literaria.


Un libro destaca entre los papeles dispuestos sobre la mesa. Se trata del texto de los años 70 escrito por Yosip Ibrahim titulado Yo visité Ganimedes. Me lo conseguí en un asiento del Metrobus el día que la periodista Zaida Montesinos, directora del semanario Impacto Positivo, me pautara investigar sobre aquel extraño objeto que cayó del cielo. Las hojas del libro están amarillentas y agradezco no sufrir de asma pues el olor que desprende ya habría cerrado mi glotis. Al abrir la portada un mensaje escrito en bolígrafo aún me sorprende: “¡Para ti! Ya me encontraste, ojalá te sea de mucho provecho”.


Una fotocopia se cuela entre el inventario de documentos que apenas inicio. Se trata de una noticia publicada en la página 6, sección información general, del diario Últimas Noticias del domingo 19 de julio de 1998. Su título es “Emergencia en Tucupido por caída de rastreador satelital y torrenciales aguaceros en la región”. Fue redactada por el periodista Ernesto Rodríguez quien me dijo cuando lo entrevisté: “eso quisieron ocultarlo… hubo reses muertas”.


En el antetítulo de la nota se señala “El ojo satelital emana alta radiactividad”, lo que hace que me fije en la libreta de tapa dura negra que también está sobre la mesa y que me ha acompañado durante estos años de pesquisas intermitentes. Busco entre sus páginas las anotaciones de una entrevista que realicé a un experto en satélites de nombre Patrick Morton, ingeniero colaborador de la NASA (Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio de los Estados Unidos de América), que trabajó en telecomunicaciones en pozos petroleros venezolanos hasta el paro del año 2002.


“El equipo que se llevó a Marte si contenía material radioactivo, los satélites que giran en torno a la tierra tienen pilas que contienen hidrazina, que no es radioactiva”, leo las declaraciones de Morton entre mis notas escritas en tinta negra que desmienten al periodista Rodríguez, quien me había confesado que no pudo consultar a ningún experto cuando redactó la nota: todos los periodistas hemos sufrido de la hora del cochino en la que hay que entregar en minutos la nota del día.


Busco hidrazina en Internet, cuya conexión logro gracias a un largo cable amarillo que atraviesa la sala y que incomoda el paso a cualquiera que en mi casa quiera atender el llamado de la puerta. Consigo que es un compuesto químico cuya fórmula es N2H4 y es usado como combustible para misiles, cohetes espaciales y satélites. Leo en la pantalla de mi Sony Vaio FE que la hidrazina es una sustancia altamente tóxica que ataca el sistema nervioso central y en altas dosis puede ser mortal.


Estos datos me hacen buscar entre los papeles que compiten por un espacio en la mesa un DVD en el que se encuentra grabada en video la entrevista a una enfermera que para la fecha del suceso estaba trabajando en el Hospital Pedro del Corral de Tucupido. Lo colocó en el lector de mi laptop y veo extractos de la entrevista. Sí, efectivamente mi memoria no me falló. La enfermera me había comentado que en los días siguientes a la caída del objeto se había presentado un aumento inusitado en el número de pacientes con casos de epilepsia y semanas después un aumento de abortos.


Mientras disfruto de una taza de estupendo café ecuatoriano consulto nuevamente Internet para confirmar que la epilepsia es una enfermedad caracterizada por trastornos neurológicos y que produce convulsiones. Pienso en los satélites, sus pilas, la hidrazina… y adelanto el video de la entrevista de la enfermera hasta que relata como el primer caso que recibió la noche de aquel sábado 18 de junio correspondió a un joven que luego de salir de su crisis convulsiva se empeñaba en contar como vio caer cerca de su casa un objeto muy luminoso.


Busco entre los documentos y encuentro varios emails impresos en los que leo: “una flotilla de inspección en forma de V invertida sobrevolaba la zona… pero los bruscos cambios electromagnéticos en la atmósfera perturbaron los equipos de navegación y la última nave del lado izquierdo cayó”. Los mensajes electrónicos me los suministró una curiosa mujer que estaba convencida de que en Tucupido lo que cayó fue un OVNI (Objeto volador no identificado).


Revuelvo los papeles y consigo la tarjeta de presentación de Martha Rosenthal. Bajo su nombre se lee Centro de Estudios e Investigaciones Planetarias (Ceinpla). Es inevitable recordar a ese indigente que entrevistaron a finales de los 80 para un programa de televisión y cuya frase permanece aún en el imaginario de los venezolanos: “no estoy loco, soy planetario”. Busco en otra carpeta y consigo la entrevista a Rosenthal que me publicaron en febrero de 1999. En la foto que acompaña la nota, tomada por mí, se le ve gesticulando decidida como quien está convencida de lo que dice. A su espalda una gaviota de cerámica parece tomar vuelo.


Guardo los papeles sobre el suceso en Tucupido en una carpeta de plástico transparente, me acabo el café ecuatoriano, salvo en un pendrive el archivo de este texto escrito a lo “ojodepescado” para presentarlo en la noche en la sesión del taller y me dispongo a continuar la lectura del libro Con Portugal en la Maleta apoyado sobre el mantel que trajo mi madre de Madeira mientras escucho en mi iPod -ganado gracias a Norkys Batista- la canción Meu Fado Meu interpretada por Mariza y Miguel Poveda.


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Foto:http://estaticos.20minutos.es/img/2008/07/31/854342.jpg