martes, 13 de julio de 2010

TINTA INDELEBLE

– Pana, ¿cuánto cuesta el túnel? - pregunta una muchacha con una argolla hiriendo su ceja izquierda.

– La pieza cuesta 60 y ponerlo cuesta 120
–contesta el flaco detrás del mueble negro que hace las veces de caja.

Si al oír la palabra “túnel” pensaste en el de La Planicie, naciste antes del terremoto de Caracas y no has estado nunca en Clinic Tatoo.

Clinc Tatto es el templo del piercing y el tatuaje.
Su página web habla de la asepsia total en sus intervenciones y la solvencia profesional de sus técnicos. Allí fui a dar el sábado en la tarde con mi adolescente, tras perder la batalla iniciada hace ocho meses y ochenta discusiones. Ale ganó y, después de que Paraguay perdiera también contra España, acudimos a la cita donde le imprimirían una palabra eterna de cuatro letras negras sobre su magra cadera derecha. Así que ante lo inevitable opté por lo conveniente. Acompañarla. Ver la cara y la mano que mueve la aguja para escribirle Hope en tinta indeleble.

Después de que estampé mi firma de autorización en una hoja con fondo de manga japonés, me senté sobre un leopardo que parecía un sofá. Allí mis ojos iban desde el muestrario de rosas, dragones y todo tipo de símbolos crípticos hasta quienes entraban y salían pidiendo información. Este templo de una sola nave mide tres metros por cinco, quirófano incluido. Doy fe de que en una hora escasa pasaron por ahí más de una docena de almas buscando ser marcadas, perforadas, tatuadas. La generación de lo efímero –cien fotos digitales borradas en un click– necesita llevar algo permanente, algo que dure y evoque a una persona o un ideal.

El flaco de la caja tiene dos túneles. Ahora sí, aclaro: ensanchando sus orejas. A través de los cuales podríamos ver, digamos, la bola Pepsi deshaciéndose. Sus brazos son brazos porque terminan en cinco dedos, pero no hay nada que recuerde el color carne de mis Prismacolor. Todo son dibujos.

Una chica se acerca y le pregunta cuánto cuesta retocarse un tatuaje.

El flaco le dice:


– Déjame verlo.

La muchacha mira a su novio como pidiendo aprobación, y él agrega:

–Se lo hizo hace como un año, pero se puso opaco.

La chica se baja aún más el pantalón, que ya bordea la grácil cadera, y se lo muestra al experto.

Ummjjj, cuesta como 300. Un retoque significa volver a hacerlo, si no, se nota la diferencia entre el nuevo y el viejo—dice el flaco.

Yo me pregunto: si un tatuaje es permanente, ¿cómo consideran “viejo” a uno que apenas tiene un año?

Después entra un grupo. El más entusiasta tiene el pelo como Bisbal, puro rulo, pero en este caso castaño. Todavía se oye el rumor de los que celebran el gol de Villa en el centro comercial. A mí me sirve el ruido, mitiga la vibración de la aguja que entra y sale de la cadera de mi hija de catorce años. Cuando el Bisbal caraqueño habla, noto su voz borrosa, como saliendo de un túnel. Mueve sus pies, sonríe; sus dedos se mueven para describir un hormigueo que le sube desde los pies hasta los muslos.

Su amiga le dice riendo:

– Están tatuando a alguien. ¿Sientes la vibración en el piso?

Me llama a atención el énfasis que pone en cada una de sus palabras, la acompasada modulación de sus labios orientados hacia los ojos del amigo.

Entonces entiendo. Bisbal es sordo y pregunta cuánto cuesta tatuarse una estrella en el brazo.

A estas alturas resumo: nadie ha preguntado si duele, si se cae, cuánto tiempo toma hacerlo. La única duda es el precio. La meta para alcanzar lo eterno es el dinero.

Veo al flaco de la caja mientras atiende a un muchacho que lleva un diseño de dragones con una inscripción saliendo de una nube de humo oscuro. Sus lóbulos agrandados y translúcidos, sus brazos multicolores colgando de una gran franela negra, su nariz atravesada por una argolla plateada vencen mis prejuicios. El video no se ajusta al audio. Su imagen transgresora no anticipa sus modales atentos, sus pacientes respuestas.

La puerta del “consultorio” se abre y Alejandra me muestra orgullosa su trofeo de tinta. Tras ella viene el técnico. Mientras da las indicaciones del cuidado –cero playa, cero piscina, mucho Beducén– me distraigo viendo a través de sus dos túneles toda la parafernalia negra y plateada que ahora está en la vitrina y pronto atravesará narices, lóbulos, ombligos y alguna tetilla valiente. Cuando pago con el dinero que Ale ahorró por primera vez en su vida, recuerdo lo que le dije en el carro, último e inútil esfuerzo por persuadirla.

–Ale, ¿por qué con el dinero del tatuaje no te compras el bolso ese que tiene cornetas para oír el IPOD?

–Mami, el bolso no dura toda la vida.

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