viernes, 25 de junio de 2010

Anillos de amor

Estamos rodeados de cosas que pueden ser utilitarias, de simple adorno, feas o hermosas. Objetos viejos, recién comprados, odiados, que nos dan satisfacción, que nos ayudan. Que se vuelven alegres o nos entristecen. En fin, cualquier adjetivo le puede ser agregado pues de seguro se le adapta a alguno de ellos. Sin embargo, muy pocas de las cosas de nuestro entorno o que llevamos con nosotros tienen implícitas una historia de amor o perduran en el tiempo ligados a hechos que los hacen memorables o imperecederos.
En Enero de 1939 Rodolfo, un maracucho y solterón empedernido, sucumbió a la sonrisa fácil y la alegría contagiosa de Susana y le ofreció en prueba de lo que iba a ser su amor eterno: un anillo de compromiso. Fue hecho con oro proveniente de las minas de El Callao y a ella sólo se lo separaron de su anular, treinta y cinco años después, al momento de su muerte. Fiel a la promesa que le hiciera en la Iglesia de San Juan y que Rodolfo cumplió con verdadera devoción durante todos los años que la sobrevivió, quedó el compañero de ese anillo, luciendo su constancia anudado al recuerdo de la esposa ausente. En 1985 a la muerte de Rodolfo se reencontraron los aros en un estuche azul. Ya el tiempo y su continuado uso habían desvanecido las inscripciones internas de los apelativos cariñosos con el que solían llamarse mis padres y primitivos dueños “Susy y Rody”. Pero sabía que ese mismo tiempo no había podido borrar el legado de un amor que no conoció el olvido.
Ocasionalmente el estuche era abierto y la fantasía volaba en mi imaginación. Quizás los dos aros al estar juntos de nuevo recordaban las fatigas y los momentos de lucha. O por el contrario acunaban a alguno de los cinco hijos de la pareja. Tenerlos en las manos me hacía añorar la llegada de un amor que traspasara el límite del tiempo, que se prolongara por muchos años aunque la pareja se quedara fracturada por la muerte.
En 1990 llegó el momento de liberar a los aros de su encierro dentro del estuche azul. Esta vez las palabras amor y promesa fueron, no dichas como juramento en una Iglesia, sino escritas y firmadas ante los hombres. Han pasado casi 20 años y los aros aunque ahora tienen grabados sobre los desvanecidos nombres dos nuevos “Ileana y Gustavo”, aún me lucen como juncos plantados a la orilla de un río, cuyo caudal me trae el rumor de las palabras de amor que siempre escuché, limpias e inmensas, en boca de mis padres.

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