jueves, 24 de junio de 2010

Viaje en mi sofá volador

La tarde que tuve que cargarlo sobre mis espaldas para bajarlo dos pisos por la escalera hasta la planta baja, supe que estaría conmigo para siempre. Ni siquiera la ayuda del ángel caletero que me asistió en la mudanza pudo convencerme de la alegría de empezar una nueva vida, de que nadie me iba a criticar mis toques cabareteros en la decoración. Era noche de melodrama y nadie me iba a persuadir de lo contrario, sobre todo después de haber armado no sé cuántas cajas, entrar en crisis, y quedarme mirando mi vida sin entender por qué había llegado hasta ahí.

La imagen de mi sofá rojo punzó salvaguardando la puerta del apartamento aquella noche del 11 de abril del 2002 permanece intacta. Mi ex, mientras tanto, andaba por las calles buscando la heroicidad perdida. Aquello me hacía más pesados los dos pisos. El dibujo de mi sofá ahora mío, nada de nuestro, acompañando los domingos de pelea conyugal, mi costra para esconderme y volverme invisible, me hacia brotar lágrimas. Es que un divorcio por muy amistoso que sea, por muy “nos separamos sin trauma”, siempre duele, hace herida hasta que sale costra y más allá de la catarata emocional, creo que entre los peores momentos es ese cuando uno le dice el otro como en la canción de Serenata Guayanesa Devuélveme mi reloj. Mucho antes de comunicar la decisión que me aventaba al vacío, había hecho mi lista y la verdad es que entre los planes de mi ex no estaba quedarse o tan si quiera reclamar mi querido sofá. Entre otras cosas porque venía con el paquete que era yo, y peor aún era un regalo de mi madre cuya intención era contribuir a la decoración del nuevo hogar: un apartamento donde los colchones daban la cara al suelo y prácticamente no había más que cojines para sentarse.

Siempre dudé de la intención maternal de regalar el objeto que mi padre había comprado a un italiano en una tienda de muebles evidentemente italianos, en la calle la Joya de Chacao. Mi madre escogió una tela de algodón, un Jacquard blanco impoluto al que una tía no tenía más placer que estamparle el betún de sus horrendos zapatos ortopédicos.

Ya he perdido la cuenta de cuántas veces se mandó a tapizar en colores discretos y quizá por eso cuando me tocó ser la señora del hogar me dije voy a vengarme del buen gusto y de la discreción familiar y voy a tapizarlo como si fueran las paredes del Cordon bleu de mis días universitarios.

¿Rojo punzó? Me parece estarla oyendo.

Y a mi ex con risitas burlonas en las visitas de los panas: “¡Zape ese sofá me lo regaló la suegra yo no tengo nada que ver con la esteticida! “

Ya en la mitad de la segunda escalera, agotada, de mal humor porque no se podía hacer la mudanza como Dios manda (con un camión porque apenas me alcanzaba para una camioneta de un amigo de un amigo) el color de la tela me estalló como escandaloso, feo y cursi como ninguno. Uno ha escuchado hablar del famoso rojo pasión que usaban las mujeres en los años 50, cuando se dibujaban las bocas como una fresa para emular a la turgente Marilyn, pero yo creo que ni Max Factor en su delirio judío, imaginó esa intensidad Carmesí.

¿Punzó? se reían mis amigas, que por solidaridad se sentaban en el sofá y decían se te sale la actriz chama. ¿La actriz?, no, será la cabaretera. Porque la verdad es que el ‘punzó’ dicho así es seguro una tremendura castiza, una españolización de esas palabras que desembarcaron en Cuba en el siglo XIX. Lo encontré en la noche habanera. Los argentinos que inventaron el psicoanálisis y el bolígrafo también dicen que en las montoneras federales tenían el rojo punzó en las pañoletas y hasta una canción se inventaron con el tono de la tela que recubre mi sofá volador. O sea: un rojo que no es sangre, que no es carmesí porque es más hacia el vino tinto, un color para la noche.

Tres puestos con dos abrazaderas, un metro de altura, cuatro patas de madera que parecen tocones pero que pesan como patas, un algodón naranja con flores beige, algo más discretas que el brocado punzó, forman el nuevo traje con el que me recibe los domingos la lectura de la prensa. Ese mismo sofá que secretamente me guarda no las lágrimas de la separación que quedaron enjugadas en la tela cabaretera de la noche habanera sino las que ahogué durante 365 días con sus noches el año que a mi madre le dio un Accidente Cardiovascular. El mismo sofá volador que para cuidar que no partiera definitivamente recibió mi agitado sueño de enfermera novicia.

1 comentario:

  1. Mi primer mueble de casada tambièn fue un sofà. Muy años '50, como a mi me gusta y acompañado de dos poltronas. Estaban forrados en VERDE PERICO. Asì que para evitar que mi apartamento pareciera un set de Almodòbar pero sin Antonio Banderas, seguì el consejo de mi amigo Patricio Petricca: los tapicè cada uno de un color. Y asì siguen. Eso sì, para llorar no sirve, es incomodìsimo!

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