jueves, 10 de junio de 2010

COMPARTIENDO EN LA GUAIRITA


Desde hace un año comparto vida y cama con un escalador. Lo he visto encaramarse un par de veces, pero el sábado, mi araña de la roca que también es biólogo, me pidió que lo acompañara a La Guairita. Ante la improbable petición supe que debía complacerlo cuando inquirí: -¿Y yo qué voy a hacer ahí? -Compartir un rato conmigo, respondió. Hombre de ciencias y pocas palabras. Me puse un chorcito y subí mansa al carro.

El plan era ir a la Guairita a practicar una cosa que se llama “dry tooling” y consiste en utilizar los instrumentos de escalada en hielo, sin hielo. Dichos artefactos son: los crampones, que son unos pinchos que van amarrados a las botas, y los piolets, que forman una hoz aerodinámica cuya punta se aferra al hielo. Al no haber masa helada en este reducto del trópico, las puyas destinadas a su superficie se prenden de los agujeritos que ofrece la piedra. Todo este trajín para practicar: en julio escalarán una montaña de la Cordillera Blanca peruana llamada La Esfinge en la que las temperaturas llegan a -20º y harán escalada mixta. Mixta porque hay roca y hay hielo.

En fin, me monto en el carro con mis chorcitos. Mi héroe de las montañas lo hace con pantalones largos para no puyarse con los aparatitos, monta par de mochilas llenas de aperos de escalada atrás y nos vamos.

Primera impresión: salgo de mi área y me encuentro con que por allá montaron un centro comercial enorme. Sí reconozco los kioscos de vende perritos y pelis de siempre. Llegamos a Las Cuevas del Indio justo antes de entrar al Cementerio del Este. Pienso: hace tiempo que no se me muere nadie porque no había visto el Centro Comercial. Toco madera.

Mi escalador como que también tenía rato sin venir, porque me pide que cuente las moneditas hasta setecientos y resulta que nos cobran cinco mil (bolívares de los viejos) al entrar. Nos encontramos con uno de sus co-expedicionarios y comenzamos a subir por una colinita en cementada. Hasta ahora todo muy familiar: parque infantil, piñatas, globos, muchachitos que corren en euforia de azúcar, un cafetín, estacionamiento, vigilantes, lo normal. Elevo la mirada y me encuentro con un bosque tupido por el que se asoman rocas de infinitas formas y tamaños. Se trata de un morro formado por piedra caliza, la gran escuela de escalada en roca de la capital. Subimos por un caminito de tierra y el escándalo de piñata se aleja, me sumerjo en el mundo de los escaladores. Muchos brazos fuertes, nadie está gordito, la ropa ha de lucir desaliñada, cadencia en el lenguaje. Son sumamente solidarios, se estila aupar a viva voz a quienes están en lo más alto. Yo: comparto.

Me parece complicadísimo lo que hacen con los aperos de hielo, entiendo que a ellos también pues lo comentan. Hacen una primera ruta fácil y luego vamos a otra que tiene “extraplomo”, es decir, que se inclina hacia ti. Ahí estaban otros escaladores recogiendo sus cuerdas. Entiendo que a mi biologuito/escalador lo respetan en este mundo, pero me sorprende notar que se quedan sólo para verlo. En lo que se monta en la piedra extraplomada con los periquitos de hielo, enmudece el entorno. Todos observan sus movimientos, se pelan los ojos unos a otros y cuando mi escalador culmina la faena se deshacen en halagos. Él baja cual pavo real, le preguntan cosas que responde amablemente en su brevedad de verbo. Yo: derretida. Comprendo entonces el “compartir” de mi amado: llegué con mi novio a La Guairita y me llevé un macho alfa a la casa. Hombre de ciencias que sabe lo que hace.

Fotografìa: L. Ruiz Berti

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