jueves, 17 de junio de 2010

Un aro de oro

Llegó a mi vida el 26 de agosto hace 21 años. No fue un encuentro inesperado. Teníamos una cita concertada desde hacía unos meses. Era un pequeño objeto circular, de unos 18 mm de diámetro que había sido encargado en una tienda del edificio La Francia con base en dos referencias: debía tener la medida de mi dedo anular derecho y debía ser de oro.

La tradición del anillo nupcial se inició con los antiguos egipcios, para quienes el círculo simbolizaba la eternidad que, en cierto modo, es la esperanza que aún muchos guardamos en relación con la duración del compromiso matrimonial.

Los antiguos hebreos colocaban el anillo nupcial en el dedo índice; en la India lo hacían en el pulgar. Fueron los griegos quienes comenzaron la costumbre occidental de lucirlo en el tercer dedo, de izquierda a derecha sin contar el pulgar, debido a la creencia en que cierta vena que llamaban “la vena del amor” iba desde este dedo directamente al corazón. Los anillos de oro eran los más apreciados por los egipcios adinerados y, como el oro es el metal precioso por excelencia, esta preferencia se mantuvo hasta nuestros días. Aunque también podríamos decir que este metal blando y de color amarillo está revestido de cierta simbología, ya que Au su símbolo químico, viene del latín aurum y quiere decir brillante amanecer.

A pesar de que no era mi costumbre usar anillos, éste lo acepté de buen grado hasta que, unos meses después, tuve que dejar de usarlo. La razón: el compromiso que había sido sellado con dos aros de oro meses atrás había dado su fruto y yo, entre hambrienta y sobreprotectora, le había preparado un abultado y acogedor nido: estaba embarazada. De allí que la pequeña circunferencia de mi aro nupcial ya no encajaba en mi dedo anular derecho.
Entonces lo guardé en una gaveta hasta el día en que fue sustraído subrepticiamente por una madre pobre que se ganaba la vida limpiando apartamentos por 100 bolívares al día. Seguramente mi aro nupcial fue cambiado ese día por un poco de carne molida, unas latas de leche y unas docenas de pañales desechables.

Los años han pasado y hoy puedo decir que, a pesar de su ausencia, la promesa de compromiso eterno que simbolizó mi aro nupcial de oro se ha consolidado y es hoy un poderoso triángulo de amor. Pareciera que en la práctica ese aro de oro, con toda su simbología, fue más útil a la madre pobre que lo robó.

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