jueves, 17 de junio de 2010

Pase adelante


Desde la autopista entre Mérida y Ejido cualquiera de los accesos que conducen a los Pueblos del Sur lucen realmente retadores. Las carreteras pavimentadas recorren, en pronunciadas curvas y empinadas rectas, cortas distancias entre el curso del río Chama al fondo y las siluetas de las montañas arriba. En un instante la vía nos coloca a la altura donde planean los zamuros. El paisaje abrupto, seco y pedregoso sobrecoge el alma pero la intensa brisa, entre cálida y fría, penetra la piel y relaja el músculo, tenso por el inquietante recorrido. Estas carreteras lucen, desde nuestro imaginario urbano, como verdaderas “escaleras al cielo” y, sin duda, toda ruta hacia el firmamento plantea un reto. En este caso, habrá valido la pena reunir el arrojo necesario para seguir y llegar, una y otra vez, a nuestros destinos: los Pueblos del Sur; diecisiete pueblos y sus aldeas ubicados en el ramal sur occidental de la cordillera de Mérida.

Los caminos de recuas que los comunicaron desde la Colonia con Lagunillas, Mérida, Barinas o Maracaibo fueron abriéndose al progreso a pico y a pala, más como iniciativa de los pobladores que como obras de infraestructura planificadas desde el Gobierno. De allí que fuera sólo en 1954 cuando llegó el primer automóvil a Canaguá, la llamada capital de los Pueblos del Sur. La precariedad de las vías en las vertientes merideñas se mantiene hasta hoy, aunada a la ruptura de las vías que comunicaban estos pueblos con la vertiente llanera debido a la construcción y llenado de la presa La Vueltosa hacia 1990. Esta suerte de aislamiento en el que han sobrevivido estas poblaciones se percibe una vez que atravesamos los arcos ubicados en los diferentes accesos desde la vía Mérida-Ejido, y el recorrido nos transporta a través del espacio y el tiempo, que parece haberse detenido en esta hermosa región del país.
Las carreteras, recién asfaltadas en la década de los noventa, se adentran en las montañas y el paisaje se va haciendo más acogedor y más humano. Comienzan a aparecer laderas sembradas de hortalizas, se ven casitas aisladas y delgadas columnas de humo que se escapan por los techos de teja o zinc. Algunas vacas pastan en los vallecitos y los caballos y las mulas, medio de transporte por excelencia junto con el vehículo rústico o Toyota, transitan los estrechos caminos. La gente de los caseríos nos saluda al pasar. Hombres que aran en parcelas inclinadas o recolectan el producto de la cosecha, cargan pesados sacos por la carretera o simplemente caminan para ir al pueblo o “a una parcelita donde tengo unas piñitas”, como nos explicara el señor Trino Márquez en La Quebrada, una aldea de Pueblo Nuevo del Sur.



Desde la carretera principal se ven a lo lejos las mujeres y los niños en los jardines alrededor de las casas. Y es que, aun cuando algunos de los habitantes de la región se concentran en los pueblos donde se han establecido los principales servicios, la mayoría vive en las aldeas en derredor. Se ocupan de sus cultivos y sus animales y llevan una vida tan sencilla como sea posible imaginarla. En esta área, que representa 33% de la superficie del estado Mérida, habitan unas 30.321 personas, reunidas en 6.388 familias, y el índice de desarrollo humano promedio entre los municipios es de 0.4, cuando el de Mérida es de 0.7.
Al seguir el recorrido y acercarnos a las casas, a veces a través de tortuosos caminos de tierra para conocer de cerca a estas gentes y compartir por un momento esa manera de vivir “como era antes”, aquello que se inicia como un presentimiento se convierte en certeza. Superadas la sorpresa inicial por la llegada de una visita inesperada y la reserva propia de la gente de la montaña, nuestros anfitriones se abren en franca conversación. La sed o el cansancio del camino siempre son atendidos con el ofrecimiento de una taza de café andino, un refresco de naranjas recién exprimidas, un trozo de patilla del conuco o un guarapo de panela. Gentileza típicamente andina, típicamente venezolana. Generosidad que es expresión de valores como el apego a la tierra, al trabajo, a la familia y a la fe. Una y otra vez se repite el gesto y la frase, invitándonos a entrar aunque sea por un rato en su humilde intimidad: “¡pase adelante!”.

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