sábado, 12 de junio de 2010

EL METROCABLE

Cuando Rosa se subió al funicular iba con su marido. Él desenvuelto, hablador. Apenas se montó en la estación Parque Central se espepitó a decirnos que a Rosa le daba miedo, ¡pánico! ese aparato. Era obvio. Desde que el carrito empezó a subir ella se tapó los ojos con las dos manos y a-penas asomaba su risa nerviosa. Rosa sólo atinó a decir que sí, que le daba pavor, pero que prefería unos minutos de miedo en lugar de subir a pie -como antes- ese montón de escalones.

En cambio a los niños les encanta. En la estación Hornos de Cal se montaron dos, como de ocho años. Pura risa. Mientras Rosa se bajaba aliviada -porque al fin se terminaba su sacrificio- los dos chamos gozaban un puyero viendo los árboles desde arriba o reconociendo los techos donde se encaraman a volar papagayos y a perseguir pelotas. Un parque de diversiones gratis porque aún no han empezado a cobrar pasaje. Nos cruzamos con dos usuarios más tranquilos, ya el Metrocable forma parte de su día a día

Esta crónica va de cómo aproveché uno de los días de Semana Santa -esos donde la mayoría de la gente huye despavorida de Caracas- para estrenar el Metrocable. Invité a varios amigos pero sólo se animó mi colega Carlos Sierra. Partimos de día, con mucha luz, calina en los ojos y cámara en mano a registrar la experiencia inédita de ver a Caracas desde lo más alto del cerro de San Agustín del Sur. Abajo quedó el eco agorero y temeroso.

Subimos en la estación Parque Central y desde el principio impacta la visión en picado de ese pedazo de ciudad denso, descuidado, caótico. En apenas segundos nos vamos alejando de la ciudad "formal", la de calles asfaltadas y edificios altos para adentrarnos en la ciudad "informal" donde las paredes frisadas limitan con el ladrillo desnudo; la terca vegetación se abre paso entre los techos de zinc anclados con piedras y salpicados con antenas de Direct TV. Las callecitas se adaptan sinuosas al azar de la topografía y la arquitectura. El catálogo de puertas, ventanas y rejas parece infinito.

Las cinco estaciones son abiertas, por supuesto. Ventiladas e iluminadas naturalmente pero sólo es posible ver la ciudad y el barrio próximo a través de las rendijas que dejan los protectores solares y de seguridad. Sus reducidas dimensiones hablan por sí mismas de los bajos volúmenes de público para los que fueron construidas. La primera pregunta es: ¿por qué aquí? Este no es Petare, el barrio más grande de Caracas ubicado hacia el extremo este y con una población cercana a los dos millones de habitantes. La respuesta parece obvia: San Agustín es el barrio popular más visible desde el centro de nuestra ciudad. Las cabinas penden sobre la avenida Lecuna para asombrar a los transeúntes. Pero hay otros proyectos, el Metrocable llegará a otros barrios, El Valle, Catia y Fila de Mariches esperan su turno.
Estructuras verticales y techumbre lucen, a simple vista sobre dimensionadas, sin embargo, no dudo de las razones técnicas, funcionales, ni estéticas que tuvo el arquitecto Roberto Ameneiro, un profesional de reconocida solvencia en proyectos de infraestructura de transporte, para la toma de decisiones definitivas.

La inversión total fue de 262 millones de dólares, muy lejana a las estimaciones iniciales que rondaban los 54 millones para el primer tramo de cuatro estaciones, sirviendo a unos 15.000 pasajeros diarios. Contrasta con los 101 millones del proyecto inspirador, el Metrocable de Medellín, con 10 estaciones. Es más desconcertante la cifra oficial sobre los 40.000 usuarios beneficiados con este nuevo medio de transporte ya que toda la parroquia de San Agustín tiene, según el último censo de 2001, 38.664 habitantes.

Pero el objetivo de transportar con rapidez y eficiencia a los habitantes de este barrio se cumple. Las estaciones son muy agradables; los materiales correctos; la señalización eficiente y el personal está entrenado para orientar a los usuarios novatos. Claro, las protagonistas son las 52 cabinas de aluminio rojinegro, súper transparentes con capacidad para ocho usuarios; desde allí la vista se pierde en 360°. Y para añadirles identidad alternan los nombres de los estados venezolanos con los de valores éticos y morales. Es así como se encuentran Guárico y Hermandad con Mérida e Inclusión.

Sin embargo, este despliegue de recursos económicos y tecnológicos contrasta con el deterioro, con el abandono de todo el barrio al que sirve. Golpea a la vista la precariedad de las condiciones sociales, la ausencia de servicios, el abandono estatal a esta realidad enorme de casi 40.000 habitantes de este barrio que es -apenas- la punta del iceberg de todos los barrios marginales de Caracas. Las estaciones dan la impresión de posarse, como naves extraterrestres, sobre tierra arrasada. Pareciera que no ha habido cuidado alguno en tejer los bordes de este sistema con la realidad circundante. En obrar con cuidado en las inserciones, en poner las bisagras ausentes.

Los habitantes se suben en la estación, ubicada en la avenida Lecuna y se van bajando, según sea el caso, en las cuatro estaciones que los llevan hacia su misma calle de tierra; a los grandes tobos donde los espera el agua quieta, empozada; a la luz eléctrica robada en esa maraña que no pocas veces ha calcinado vidas.

Incrustada en esta realidad está una escuela de Fe y Alegría que subió mucho antes que el Metrocable a llevar educación y esperanza a miles de niños necesitados de ella. Ahora también junto a los ranchos se yerguen varios edificios construidos por el Estado para las familias que fueron desalojadas al ejecutar las obras. Rosa vive allí, eso alcanzó a decirnos antes de bajarse. -"Él me mandó para allá". Nos quedamos con la duda si "él" es el Metrocable.

Más acá y más allá, los escombros se avecinan con las viviendas nuevas y las de siempre. Algunos son sólo una mole de piedra y concreto, otros son espacios abandonados, paredes sin techo ni vida. Pero el sobre vuelo es estimulante. Nos revela cuánto queda por hacer.

Hay fachadas primorosamente pintadas destacando sobre el uniforme rojo ladrillo. Hablan de la voluntad férrea que tienen algunos por salir adelante. Seguramente detrás de esa casita rosada, o de aquella blanca con bordes negros hay varios niños haciendo tarea mientras su mamá cocina. Más tarde ella bajará en un funicular llamado HONESTIDAD a entregar unas tortas de chocolate, luego subirá con una bolsa de comida.

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