miércoles, 16 de junio de 2010

Un loro mudo de la calle Paragua

Acceder a un territorio desconocido siempre resulta una posibilidad de arriesgar certezas. Mientras más “extraño” es el lugar al que queremos penetrar, está uno más expuesto, dice la lógica común.

Si por ejemplo uno aspira entrar a un barrio del oeste caraqueño, siendo habitante del sur, tiene que conocer cierto santo y seña para no correr con la suerte de ser asaltado, lastimado, agredido. O hay que entrar de la mano de algún líder comunitario, y cuando eso no es posible, correr con suerte, y correr con todas las fuerzas.

Jamás imagina uno que una calle ubicada en los confines de su propia urbanización en Colinas de Bello Monte, pueda llegar a convertirse en un espacio aterrador. Más bien la tendencia es prolongar los límites, por aquello de que somos la misma cosa, circunvecinos. Hemos hecho la fila para votar en todas las elecciones desde hace tanto, nos tropezamos en el mercado de los sábados, quizá de tanto vernos nos hemos regalado un par de sonrisas, pero no es suficiente, cada día con más fuerza, el otro es el peligroso por distinto, por amenazador, por no ser como yo.
Esos pensamientos no me abrumaron la cabeza hasta que exhalé el último suspiro de ese mediodía, y estuve a salvo del lado de mi calle, muy lejos de la Paragua.

Con una naturalidad colindante con la ingenuidad comencé el ascenso. Entre nerviosa y emocionada, intentaba buscar el camuflaje que me permitiera escurrirme por la empinada calle ciega, donde un día soñé vivir. Tomé mi libreta de anotaciones y quedé sorprendida con la primera casa que se me atravesó: la quinta Kirsty, cuyas impactantes paredes de color amarillo recién pintadas, sugerían estar habitada por una familia que se ocupa del césped, de tener la basura recogida, aunque el aseo no pasa sino dos veces al mes. Levanté la cabeza para apreciarla en toda su magnitud y entusiasmarme con mi escogencia, pero me tropecé con los dos años de desidia de aquel deslave ocurrido en Baruta en 2008, que todavía nos tiene a la intemperie con derrumbes sostenidos, por unas telas corroídas que nos recuerdan el abandono.

Tratando de cambiar el punto de vista, me acerqué con la curiosidad guardada durante tantos años y fui sorprendida por un perrazo, el primero de la visita, que me aventó al otro lado de la acera. Sabía que siendo una calle sin salida, ante cualquier percance tendría que correr hacia abajo, pero opté por la salida menos conveniente, nada me haría abandonar mi visita a la calle Paragua.

Un auto entrando por mi flanco derecho me detuvo en seco en mi carrera. Era el señor Julio Flores, un desconocido, habitante del lugar, cuyo nombre logré atrapar en medio de una pausa en su indignada presentación. Confundiéndome con una trabajadora de la Alcaldía espetó:
-Muy bonito, uno los llama y ustedes se aparecen cuando les da la gana. ¡Mire mire, la basura, aquí entran los indigentes como Pedro por su casa…hasta uno desnudo entró el otro día! ¡Mire ¿Ve esa camioneta? ¡Ahí debajo vive una perra que dio a luz no sé cuantos cachorros, no muerde pero llena todas las aceras de excrementos! ¡Rompe las bolsas de basura!
-Buenos Días, dije intentando ser cordial.

-¡¿Buenos?! Anoche en esta quinta de al lado (señaló una justo la que está a la salida de la calle) tuve que regar con manguera a una parejita que estaba haciendo sus cosas. Sí, así, sus “cosas” ahí en la calle, casi en la puerta de mi casa. Porque esa casa, ya no es casa, es un estudio de grabación, y ahí entran y salen carros, tapan los estacionamientos, y encima los muchachos haciendo sus cosas ahí, delante de todo el mundo. Esto es espantoso ¡Y ustedes bien gracias! Puro voto es lo que buscan, pero mejorarle la vida a uno, eso sí que no. Ande anote eso en la libreta.

-Señor de verdad, que todo lo que dice es increíble, tiene que ver con el deterioro de la calidad de vida…
-Muy bueno el discursito, pero no sirve. ¿Qué ve allá arriba?, dijo obligando el sentido de mi vista. Una fila de zamuros negros, grandes, adueñados de la Paragua y sus alrededores me lo dijo todo.
-Usted no sabe lo que fue el Caracazo en esta calle. Claro como en el gobierno de Caldera se dijo que la Morgue iba a estar sólo ocho meses ahí. En ese momento me percaté, del lugar dónde estábamos dialogando: “ahí” es en el lateral, ahí son los 50 muertos semanales que te reciben cuando vas a comprar el periódico, “ahí” es la fetidez de los cuerpos sin nombre y sin lloro descomponiéndose. ¡¿Y cuánto lleva? ¡Usted cree que es posible? ¡Se imagina esta calle hasta arriba, son 15 casas, llenas de carros fúnebres y aquel olor, los cadáveres, así haciendo en cola!..
-Señor me permite, y disculpe, pero yo no soy funcionaria de la Alcaldía, soy una vecina.
-¡¿Vecina?! , dijo asomando un tono defensivo y de mayor agresividad que frente a mi anterior traje de funcionaria, ¿Está buscando una dirección?

-No, aunque no lo crea vine a hacer una visita, a conocer la calle, no para saber cuánta gente vive en las casas, ni nada de eso, tampoco vine a robar. Vengo con intención de cronista.
-¡¿De qué? ¡
-Contar la vida de los habitantes o al menos la de esta calle.
-Tengo 40 años viviendo aquí, esto es un desastre, el monte nos va a comer, las aceras están levantadas, la gente cada vez instala más comercios y no paga patente, cuando esta es una zona residencial. ¡¿Usted no podía anotar todo eso y echarnos una mano en la alcaldía, a ver si nos hacen caso?

Necesitaba continuar mi camino, aun me faltaban unos 20 metros por ascender. El señor Flores se despidió de mí, no sin arrancarme una promesa de que su rabia sería plasmada. Me faltaban unas cinco casas hasta llegar al punto negro de la calle; pero la famosa perra usurpadora salió feroz debajo de la camioneta y me cantó la zona, me mostró los dientes de la desconfianza, su ladrido alborotó al resto de los perros, y de pronto la Paragua, fue salvaje, brutal. Tomé un mango y le dije “no te temo” mientras veía las rejas de alto voltaje que me señalaban como invasora del lugar, no quería hacerle daño, apenas sobarle el lomo.

El gesto amistoso la enfureció aun más: sonó una alarma y se asomó una mujer desde una casa azul cuyo nombre no retuve, cual gata ladrona corrí, aguas abajo hasta alcanzar un sitio seguro. Levanté la vista fuera del horizonte canino y me topé con el loro del señor Flores, al que bauticé Parava (Paragua en lengua pemón) que quiere decir loro. Uno enclavado en el corazón de una calle ciega de la perdida hacienda Colinas de Bello Monte, haciendo peligrosa esquina con la Medicatura Forense, lejos, muy lejos de aquella Paragua que vuela a sus anchas a lo largo de 42 mil kilómetros en el Estado Bolívar.


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